lunes, 10 de diciembre de 2018

Cinco años de Mensaje de Arecibo


Nota: Imágenes extraídas de Pixabay.
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Cinco son los dedos de la mano, y también los de los pies. Cinco los continentes habitados de nuestro planeta, y cinco los anillos entrelazados que los representa en la bandera olímpica. Cinco son los lados de un pentágono, las puntas de la estrella inscrita en él y los brazos de los asteroideos, también llamados estrellas de mar.
El cinco tiene mala fama por culpa de ciertas mentes infantiles encerradas en cuerpos adultos –¿Cuántas veces nos habremos llevado «el premio» por usarlo en nuestro día a día?–, pero ante esto sólo podemos poner cara de circunstancias y solidarizarnos con tan interesante número, pues cinco son los sentidos, los océanos y las vocales. Y si queremos rizar el rizo, cinco fueron los Jackson, los elementos según el director de cine Luc Besson, y los jóvenes detectives creados por la escritora inglesa Enid Blyton.
Cinco son también los años de vida de este blog.
El 2 de diciembre de 2013, inicié mi aventura literaria con el relato de corte fantástico La actuación del crucificado. Desde entonces he subido al blog algo más de 70 relatos, participado en algún que otro concurso con dispar suerte y escrito 30 capítulos de la space opera Érase una vez en Rebis. Este 2018 ha sido especialmente interesante, pues antes de terminar saldrá a la luz dos proyectos literarios de los que formo parte con orgullo y satisfacción, que diría aquel. Por un lado está el libro recopilatorio de relatos Ahora, que nadie nos oye, déjame que te cuente, resultado del gran esfuerzo realizado por David Rubio Sánchez desde su blog Relatos en su tinta. En este libro no sólo participo con un par de relatos que fueron premiados por los compañeros participantes, sino que también me he encargado del diseño de la portada, trabajando en ella con todo mi cariño y buen hacer. Ahora, que nadie nos oye… ya se encuentra a la venta en Amazon, así que dejo el enlace por si a alguien le apetece hacer un buen regalo estas navidades a precio irrisorio.


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Por otro lado, ya en prueba de imprenta, tenemos 66 relatos compulsivos, otro libro recopilatorio desarrollado desde la comunidad Relatos compulsivos, cuya principal fuerza motora es la gran creadora Sue Celentano. Como he dicho, este libro saldrá a la venta antes de final de año, así que ya daré su enlace de compra cuando esté disponible. Otro buen regalo navideño.

¿Qué ocurrirá el año que viene? Este 2.018 ha sido redondo para mí y para mi blog, así que sólo puedo decir: Virgencita, virgencita, que me quede como estoy. ¿Seguiré ampliando el universo zombi del que tantas muestras he dado ya o tiraré hacia temas más realistas? ¿Me perderé de nuevo en las calurosas arenas del Oeste? ¿Volverá Diego Leal? ¿Me decidiré a embarcarme en la publicación física de mi space opera Érase un vez en Rebis? Respecto a esto último he de confesar que ganas no me faltan pero, como decían en Conan el Bárbaro, esa es otra historia.
Muchas gracias a todos por vuestra amistad y compañía.

B.A.: 2.018


P.D.: Si queréis acceder a Easter eggs, un relato de humor con el que celebré el 4º aniversario de Mensaje de Arecibo, pulsad AQUÍ

viernes, 9 de noviembre de 2018

Tres generaciones



Nota: Imágenes extraídas de Pixabay y de Estudio 1 (RTVE.es).


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–Estrella... ¿Qué pintas son esas que llevas?
–Abuela, voy disfrazada de la Catrina, una tradición del Día de Muertos de México.
»He quedado con mis amigas para almorzar, y de paso celebraremos Halloween.
–Jálogüin… ¡Valiente mamarrachada! Nada más que sangre y dráculas y cosas por el estilo. ¿Dónde quedó nuestro Día de los Difuntos? Cada vez son menos los que van al cementerio a visitar a sus seres queridos; es una pena cómo ha cambiado todo... ¡Si ni siquiera se comen ya castañas asadas ni huesos de santo!
»¡¿Y el Tenorio?! ¿También nos hemos olvidado de Don Juan Tenorio y Doña Inés?
–El Tenorio… ¿En serio, abuela? Qué antigua eres.
»Eso ya no se lleva.
–¡¡Anaaa!! ¡Mira lo que me está diciendo tu hija! Ahhh, si hubieras nacido en mi época... A tu edad ya llevaba diez años tu madre en el mundo, y yo trabajaba a destajo en la conservera de aceitunas para llevar cuatro pesetas a casa.
»Un escarmiento bien grande es lo que necesitáis, y no tanta tontería.
–¿Qué te pasa ahora con la niña, mamá?
–Que me ha faltado al respeto, eso es lo que me pasa. Si hubiera más mano dura otro gallo nos cantaría, pero como ahora todo son traumas…
–¡Deja a Estrella que se divierta, mamá! Ya tendrá tiempo para casarse y tener hijos.
–Tiene veintinueve años…
–Son otros tiempos.
»Y tú no vuelvas tarde. ¿Estamos?
–No te preocupes, mamá. Te llamo cuando de la fiesta.
–Llevarás cargado el móvil esta vez. ¿No?
–Sí, mamá… ¿No se te olvidará nunca?
–Anda. Vete ya y diviértete mucho.
»Te quiero, cariño.
–Y yo a ti. Y a ti también, abuela… ¡Mua! Aunque seas tan carca.
–Encima me llama «carca», la desvergonzada…
–Deja a la niña, mamá. Las cosas no son como antes.
–¡Por supuesto que no! Con tu edad estaría en el cementerio, ayudando a mi madre a limpiar las lápidas de la familia y rezando por ellos.
–Claro que sí, mamá, mientras papá se gastaba lo que habías ganado en la conservera en la tasca del pueblo…
»O comprándole vestiditos a la Manuela.
–¡No te consiento…!
–¡¿Qué es lo que no me consientes?! ¿Acaso has olvidado ya el infierno que nos hizo pasar?
–Pero hija…
–Y ahora me saldrás con que lo único que importaba era mantener unida a la familia, por muchas palizas que nos diera… A pesar de la vergüenza que nos hacía pasar todos los domingos y fiestas de guardar cuando le daba la paz a esa fulana delante de nuestras narices, para choteo y disfrute de todo el pueblo.
»Si callé entonces fue ti, pero ahora no lo haré.
–Tu padre lleva muerto ya casi veinte años; creo que ya va siendo hora de que le perdones.
–No lo haré mientras viva.
»Te has arreglado… ¿Vas al cementerio?
–Por supuesto.
–Anda, espérame un momento a que coja las llaves del coche. Está diluviando y no quiero que te enfríes.
–Gracias hija.
–Pero no me pidas que entre a verlo.
–Descuida… Esta noche ponen al Tenorio en la tele. ¿Te apetecería…?
–No me lo perdería por nada. A ver, como era… «¿No es verdad, ángel de amor, que en esta apartada orilla…?»
«¿…más pura la luna brilla y se respira mejor?». Te quiero, hija mía.
–Y yo a ti, mamá.

B.A.: 2018

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domingo, 1 de julio de 2018

En fuera de juego



Nota: El relato propuesto para el concurso "Historias de fútbol" convocado por Zenda.

Las fotografías de este montaje están sacadas de pixabay.com.


–¡Lo harás y punto!
»Me debes obediencia.
–Obediencia…
–Así es.
–Ya veo.
La chica frunce con falsa inocencia los labios en torno a la pajita a través de la que da cuenta del zumo de naranja con el que se quita el calor, los ojos glaucos clavados en el que así le habla. Rara vez se enfada o molesta por las airadas salidas de tono a las que tan propenso es su acompañante, y tras mediar el refresco de una larga chupada se despereza lentamente con sensualidad felina, quedando repantingada sobre la hamaca de tela estampada, las piernas estiradas ante sí y los brazos cruzados bajo el pecho, que tensa por generoso la tela de su vestido ligero. «Soy tu musa desde que te haces llamar escritor; el ser intangible reflejo de tus intereses y de tus... gustos», apostilla con una sonrisa pícara mientras contornea en el aire sus voluptuosas curvas, imposibles de salir airosas de la batalla contra la gravedad si pertenecieran al mundo real.
Y si no te gusta el fútbol… ¿Cómo voy a inspirarte sobre un mundillo al que eres ajeno para que puedas ganar el concurso de relatos ese al que quieres presentarte? No hace falta que te recuerde que la relación más positiva que has tenido con un balón fue la película Evasión o victoria, y porque actuaba Stallone.
»¡Si ni siquiera seguiste la serie de Oliver y Benji! Por el amor de Dios…
–Pero algo podrás hacer.
–Como no me lea el Marca...
La musa se recoge el pelo en un moño alto, afianzándolo con el lápiz que le ha robado al escritor tras un guiño descarado. Una vez satisfecha con el resultado, apoya los codos sobre la mesa y encaja el perfecto óvalo de su cara en la bandeja que crea con los dedos entrelazados, dispuesta a acompañar con su silencio la desesperación del escritor cogido en fuera de juego. Sólo cuando el travieso juego de la musa roza el sadismo decide apiadarse de él y frunciendo el ceño, donde se marcan dos graciosas arrugas verticales de la más pura concentración, zarpa hacia el inmisericorde mar de las ideas a la caza de una buena pieza que ofrecerle. «Si escribieras relatos eróticos –reflexiona en voz alta con la vista llena del limpio cielo mediterráneo–, podríamos usar el fútbol como excusa para una escena de lo más tórrida. Tampoco habría problema si lo tuyo fuera la denuncia social, pues podría sugerirte el drama de un refugiado que encuentra asilo en un país europeo gracias a su pasado como entrenador».
–Pero eres un apasionado de la ciencia ficción –le reprocha apuntándolo con un dedo acusador–, y para colmo ahora te ha dado por el apocalipsis zombi. Fútbol y zombis. ¿Me quieres decir cómo puedo trabajar con semejante material?
–Tienes que darme algo –suplica el escritor con cara de cordero degollado–. Por favor.
–A ver. Déjame pensar... Vale. Imagínate una sociedad distópica, superviviente a un brote zombi. Está dirigido por un gobernador, o pseudo-rey, que con mano de hierro mantiene la paz en el territorio.
–No sé si...
–¿Puedo acabar? –corta la musa con severidad los balbuceos de su compañero. Se encuentra inspirada y le molesta sobremanera la negatividad del otro–. Un gobierno totalitario, como te decía, donde al que es detenido infringiendo la ley se le obliga a jugar al fútbol contra un equipo de zombis. Un uno contra once putrefacto y mortal. Si marca antes de que lo devoren será puesto en libertad; si pierde... Pues eso, se lo comen. Fútbol Z, podría llamarse, o Z-occer.
–¿Es lo mejor que puedes darme?
–¡Anda y que te zurzan!

B.A.: 2.018

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lunes, 4 de junio de 2018

Archibaldo




Habían pasado dos años desde que lo acariciaron por última vez y ya apenas le quedaba sonrisa en la cara. Si hubiera sido personaje de cuento, Archibaldo bien podría haber cambiado su nombre por el de Garbancito; probablemente igualaría en tamaño a los gnomos de un país de fábula, y de nacer hombre sin duda habría sido fenómeno circense en el espectáculo de los empresarios Barnum y Bailey. Pero Archibaldo sólo era una figura de cera del tamaño de un pulgar, y de un pulgar dentro de la media, por si fuera poco.
Cuatro generaciones de Rivera habían desfilado ante el vajillero desde el que Archibaldo veía pasar la vida. Nadie sabía a ciencia cierta de dónde procedía, a quién perteneció o, lo más llamativo, qué representaba, pues las elevadas temperaturas del estío soportadas en tan longeva vida habían dejado su impronta en la figurilla, derritiendo sus facciones hasta lo irreconocible, la sonrisa convertida en una mueca desganada. ¿Era un duende de larga barba o la efigie de un santo? ¿Sería una escoba aquello que sostenía? Entonces, sin duda, tenían que vérselas ante San Martín de Porres pero… ¿Acaso no se asemejaba un poco al Moisés de Miguel Ángel? A la familia poco le importaba estas cuestiones, limitándose a quitarle el polvo que su cuerpo de cera no había absorbido los días que tocaba zafarrancho de limpieza. Sólo la bisabuela Ofelia mostró hacia Archibaldo alguna atención que podía calificarse de afectuosa, pero hacía ya dos años que la anciana residía en aquel rincón del cielo reservado para las viejecitas cariñosas, artríticas y arrugadas como uvas pasas.
Un buen día todas estas historias tienen un día así, ¿verdad?, la pequeña Ángela, en un despiste de la abuela María, abrió con sigilo la puerta acristalada del mueble vajillero para coger con sus cálidas manos la pequeña figura de cera. Sentada en el balcón de la casa, perfumada por el intenso olor a azahar que el calor de la primavera arrancaba a los naranjos que daban sombra en la calle, la pequeña inventó para Archibaldo toda clase de emocionantes historias, transmutando la anodina figurilla en cazadora de unicornios, zombi esclavo de sus instintos primarios y superhéroe que luchaba contra el mal al grito de «¡Tenorio en el aire!». De tal forma se metió en el juego que no fue consciente de la presencia de su abuela hasta que sólo pudo esconder a Archibaldo entre sus manos entrelazadas.
¿Qué ocultas, Angelita?
Nada, abu...
Venga. Enséñame las manos.
No fue necesario que la abuela añadiera nada más ¿cuándo lo es?, pero para sorpresa de ambas, entre los dedos temblorosos de la pequeña nada quedaba de Archibaldo; sólo una masa tibia, viscosa y amarillenta recordaba a la figurilla.
Estaba triste fue lo único que pudo alegar la pequeña en su defensa antes de romper a llorar, y lo hizo con tal desconsuelo que ni la batería especial de besos y caricias de la abuela pudo con él. «No pasa nada, cariño la intentaba calmar, no estoy enfadada».
Además, debe habérselo pasado muy bien contigo.
Razón no le faltaba a la anciana pues una muesca en forma de media luna parecía sonreírles desde la masa de cera que había sido Archibaldo. «¿Queréis volver a jugar?», propuso la abuela para entusiasmo de la pequeña, y con un cazo muy usado calentado a fuego lento y un molde para plastilina, Archibaldo tomó la forma de un niño con el que Ángela jugó y jugó y jugó, desgastándose poquito a poco con cada nueva aventura hasta que sólo quedó de él una gota dorada de pura felicidad.

B.A.: 2.018

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martes, 10 de abril de 2018

Sueños rotos

 


 

David. Emma. Hoy es vuestro día.

Hasta esta mañana, el 20 de septiembre no era más que un número marcado en rojo en el calendario, la meta hacia la que apuntaban todas vuestras decisiones, esfuerzos e ilusiones, y la satisfacción de ver cumplido tan hermoso sueño hará que desaparezcan todas las pequeñas dudas que pudieran ensombrecer, un poquito, tanto trabajo bien hecho, quedando en el recuerdo como meras anécdotas para contar en el futuro. ¿Qué puedo decir de este día? Simplemente que será una locura. Las horas pasarán veloces, solapándose los acontecimientos unos con otros. Fotos, besos, felicitaciones,… y cuando os queráis dar cuenta, ya estaremos todos brindando a la salud del nuevo matrimonio. Y aún así, será un loco sueño del que no querréis despertar.

¿Y después? Seguro que os habréis preguntado en alguna ocasión qué pasará tras el viaje de novios, cuando la vida vuelva a la rutina del día a día. El trabajo, la casa, las compras, las facturas. Para esa pregunta no tengo respuesta; sólo de vosotros dependerá que no se apague la llama de la nueva aventura que hoy comienza. Pero una cosa sí os puedo asegurar: cuando esta noche, madrugada tal vez, cerréis la puerta de vuestro acogedor piso, notaréis que algo ha cambiado. Esas paredes que fueron pintadas en los días más calurosos del año tras una larga obra mil veces pensada; aquel frigorífico del que sacaréis una botella de agua con la que refrescaros la garganta,... Ese cómodo sofá que os acunará vencidos por tan largo día. Lo que hasta ayer no eran más que las piezas sueltas de un proyecto común, formarán ahora vuestro hogar. Disfrutadlo.

¡¡Vivan los novios!!

 

*        *        *

 

Realmente era cómodo el sofá. El hombre dejó el texto enmarcado sobre la mesa del salón, entre álbumes abiertos de cualquier manera a los que habían dejado huérfanos de algunas fotografías. Le dedicó una última mirada al texto impreso en letra inglesa sobre papel marmolado, los bordes comidos de forma irregular hasta darle la apariencia de un pergamino antiguo, para después dejarla resbalar por algunas de las instantáneas supervivientes al expolio, deleitándose con los generosos escotes y las marcadas curvas vestidas de fiesta de las invitadas a la ceremonia, todo sonrisas cómplices dedicadas al objetivo del fotógrafo. ¿Dónde estarán ahora estas mujeres?, se preguntó el hombre. ¿Dónde sus sonrisas despreocupadas? ¿Estarán guardadas en maletas llenas a toda prisas entre montones de ropa arrugada o se descompondrán en las cunetas junto a móviles sin batería, documentos que en su día fueron importantes y pedazos de sueños rotos?

El hombre se dirigió a la cocina, donde reinaba el mismo caos que en el resto de la casa. Papeles, ropa y todo tipo de objetos de uso cotidiano se hallaban esparcidos por doquier. Y también cristales, muchos cristales, que lo mismo podrían haber sido copas que ventanas. Era curioso la cantidad de cristal que contiene una casa... y la alfombra que se puede tejer con ellos. Sin luz desde una semana atrás, los alimentos guardados en el frigorífico se habían descompuesto en la hermética oscuridad del electrodoméstico, y su fétido bostezo saludó al hombre cuando tiró de la manilla de la puerta, provocándole una arcada. Una vez repuesto, echó todas las cervezas que encontró en una bolsa de rafia, de las que se adquirían en los supermercados para luchar contra el uso incontrolado de plástico, y no pudo dejar de pensar mientras saboreaba una de las cervezas, caliente como el meado de una burra, que no sería el cambio climático lo que en ese momento desvelaría el sueño del joven matrimonio. Terminó su particular compra con algunos embutidos algo secos, una tableta de chocolate venido a menos y dos bricks de leche sin abrir, para salir de la cocina entre suspiros de cristales.

–¡Iván! –oyó que lo llamaba el sargento desde el exterior–. Saca tus manos del cajón de las bragas. Nos vamos en cinco minutos.

–A la orden, señor.

El hombre volvió a posar los ojos en los álbumes expoliados. Sin duda había sido la esposa la que había querido llevarse en su huida un pequeño retazo de la reciente felicidad –el 20 de septiembre no quedaba lejos en el calendario–, y deseándole lo mejor, el hombre brindó con la lata mediada, sabedor de que la rueda de la fortuna gira de forma caprichosa. Quién podía asegurarle que dentro de diez meses o diez años no sería él el refugiado al que ningún país de la democrática y humanitaria Unión Europea querría en sus tierras. Al menos, se consoló, la llamada Emma no tenía hijos que la retrasara.

Una hucha con forma de caja fuerte llamó su atención. «Sólo monedas de 2 euros», habían escrito con un indeleble alrededor de la pantalla del contador digital, que indicaba la cantidad de «335». Si realmente sólo habían echado monedas de 2 euros –«Cabezones», las llamaban en su pueblo–, el hombre tenía entre sus manos una pequeña fortuna.

–¡¡IVÁN!! ¡Mueve ya tu gordo culo!

–¡Sí, señor!

El hombre dejó la hucha donde estaba. El euro se había devaluado hasta poco más de su valor al peso desde que el Ejército de los Colorados encendiera la mecha de la guerra civil, y sólo podría canjear los Cabezones al otro lado de la frontera. En su lugar, cogió un volumen recopilatorio del cómic Batman: Año Uno, de Frank Miller, que encontró protegido del polvo en una funda plástica; en una guerra que se preveía larga, los orígenes del Caballero Oscuro resultarían mucho menos pesados y más satisfactorios que casi tres kilos de chatarra, y con el cómic entre las manos salió en busca de su unidad.

Un papel cuadrado que sobresalía de entre las páginas llamó su atención. Una ecografía. «Este es tu primer regalo por el día del padre. Felicidades, cariño», habían escrito en su trasera bajo un pequeño corazón. Vaya, se dijo, los jóvenes iban a ser papás; acababan de perder su ventaja en la carrera por la supervivencia. Lástima.

 

B.A.: 2.018


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Este relato forma parte del libro recopilatorio Ahora, que nadie nos oye, déjame que te cuente, resultado del gran esfuerzo realizado por David Rubio Sánchez desde su blog Relatos en su tinta.

 El recopilatorio está disponible en Amazon. Pulse en la imagen para acceder a la página.





jueves, 18 de enero de 2018

Apocalipsis de rebaja



Para Naty no había un credo que mereciera su atención; tampoco era una «roja», como la llamaba su padre cuando se enzarzaban en alguna de las muchas discusiones que caracterizó su vida en común, nostálgico de una dictadura largo tiempo extinta. No, Naty era una activista convencida y practicante, y veía de una obscenidad enfermiza las llamadas «rebajas de enero» que marcaban el comienzo de cada nuevo año. Eran muchas las penalidades a las que su labor humanitaria la había arrastrado con la sola compañía de su vieja mochila, y ahora, cuando las fuerzas ya la habían relegado al activismo distante y virtual de las redes sociales, estaba más que convencida de que el fin del mundo llegaría para limpiar la faz de la tierra del mal humano, y de que éste coincidiría con uno de aquellos días de consumismo egoísta y desenfrenado
Naty no tenía idea de cómo se produciría, si seguiría las profecías de los textos religiosos –fuera cual fuese el dios al que elevaban sus cánticos y alabanzas– o si simplemente la Madre Naturaleza se rebelaría como un perro contra las pulgas que le sangran la vida. De lo que sí estaba segura la vieja activista era de que a ella la pillaría al pie del cañón, luchando por lo que creía a través de las 27 pulgadas de su monitor Apple de alta resolución. Por eso, todos los 7 de enero desde hacía cinco años, se la veía en uno de los mayores supermercados de la ciudad, allí donde las rebajas eran sólo un recordatorio sugerido a través del sistema de megafonía con acompañamiento musical, aprovisionándose para su particular hibernación de toda suerte de conservas y encurtidos, leche vaporizada, agua embotellada y, su gran debilidad, tabletas de chocolate al 82% de cacao.
–Buf, señora… ¿Piensa acaso que va a producirse un holocausto nuclear? –con la llegada de la última caja de provisiones, subida al cuarto sin ascensor a lomos de un esmirriado repartidor, Naty cerró con doble vuelta la puerta de su apartamento y se dispuso a esperar la llegada del fin del mundo. Y los días pasaron, 8 de enero, 9 de enero, 10 de enero,… y las pilas de alimento menguaron al ritmo en que aumentaban las bolsas de residuos que la anciana almacenaba con metódica clasificación recicladora en dormitorios y pasillos –si el mundo no se iba al traste esas rebajas, no sería ella quien le pusiera la zancadilla–, los restos orgánicos debidamente depositados en la compostera que ocupaba buena parte de la terraza.
28 de enero
29 de enero
30 de enero
31 de enero
1 de febrero
2 de febrero


–Bueno –se dijo la anciana la mañana del 7 de marzo, fecha en que terminaban las rebajas en su ciudad, tras observar que la vida seguía su penosa andadura sin que ningún acontecimiento extraordinario en forma de agua, fuego o ángeles caídos del cielo hubieran acelerado su degradación–, el mundo no se ha ido a la mierda estas rebajas; habrá que esperar a las de verano–. Y como las veces anteriores en las que el apocalipsis se resistió a llegar, la anciana marcó el número de la empresa que se encargaría de retirar las bolsas de basura almacenadas durante la fallida espera, para comenzar a continuación la lista de la compra que realizaría en cuatro meses.


B.A.: 2.018

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jueves, 4 de enero de 2018

Prodigio de Navidad



La niebla se asemejaba a la nata montada. Gaspar vagaba perdido por aquel páramo de horizonte impenetrable, cubierto de espeso rocío nacarado que blanqueaba su característico cabello castaño hasta asemejarlo al buen Melchor, las manos engarzadas en torno al cofrecillo de maderas nobles donde atesoraba el preciado incienso traído de su lejana patria. Desde hacía tiempo nada sabía de la estrella errante que guiaba su largo peregrinar, engullida como sus compañeros de viaje por aquel denso telón de blanco impenetrable. En un momento indeterminado, sus pies rozaron el borde de un precipicio, haciéndolo trastabillar en busca de suelo firme. Recuperado el resuello, perdido como estaba, Gaspar consideró que aquel era un rumbo tan bueno como pudiera serlo cualquier otro, así que lo tomó como guía para caminar siempre hacia delante, dejando el peligroso borde del acantilado a su izquierda.