miércoles, 10 de diciembre de 2014

Finis Terrae




Fin de año
Cinco minutos para el cambio de año. Finisterre (Galicia, España)

–A falta de escasos minutos para que concluya el año, devolvemos la conexión a nuestra enviada especial en Finisterre.
»Todo preparado para esta entrada de año tan especial. ¿Verdad Nacha?
–Efectivamente Juanra. Como ya hemos informado en la conexión anterior, para celebrar el ciento setenta y cinco aniversario de la puesta en marcha del faro de Finisterre, el señor Bayardo, alcalde del municipio, hará sonar doce veces la sirena de niebla, acompañando de esta manera tan singular a nuestras tradicionales uvas de la suerte. El tráfico marino ha sido debidamente informado de dicha eventualidad, y buques de la armada y salvamento marino patrullan las aguas ante posibles incidencias.
»¡Atención Juanra! Ha llegado el momento. Preparen sus uvas y… ¡Feliz entrada de año!

jueves, 6 de noviembre de 2014

Leyenda urbana

Me mira como lo haría la serpiente Kaa, anulando mi yo. No hace mucho que inicié la búsqueda de la verdad oculta tras una ilusión nunca desmentida del todo y ahora, cuando estoy en posesión del terrible secreto, sé que no habrá mañana. Me despido en silencio, no tanto por las fuerzas que me encadenan como por la certidumbre de la soledad que abriga mis últimos segundos de vida, que hace estéril cualquier petición de auxilio, y siento pena por todo lo que pierdo por no escuchar al viejo Tizitl, el que fue ungido en arcilla. No habrá lápida que señale mis despojos; dudo que quede mucho de mí. Un suspiro de resignación y de vida escapa del globo deshinchado que es mi cuerpo cuando sus dientes me desgarran la piel y la carne, y me hundo en la oscuridad del olvido entre burbujas de aire y sangre diluida.

viernes, 17 de octubre de 2014

Su única alternativa


Ilustración de Tazab que acompañó la publicación de este relato
en el número 1 de la revista El silencio es miedo 




–¿Es lo único que puede ofrecerme?
–Créame que lo siento.

jueves, 25 de septiembre de 2014

Una moneda para Caronte

Sólo hay que saber leer entre líneas las verdades contenidas en los viejos textos para dar con el barquero… Y tener la voluntad y el coraje de querer llegar hasta él.

martes, 9 de septiembre de 2014

Un cuento antes de dormir

Flor Rodríguez de Almansa



Dedicado a quien pudo ser…

El Cuentacuentos recorría la Calle del Ángel todos los días pasados cinco minutos de las nueve de la noche. Montaba una flamante bicicleta color rubí con radios de plata, y con breves toques de timbre acompañaba sus cantos, que tomaban la forma de pajaritas de papel dorado. Los pequeños seguían el avance de la estela rojiza, sólo visible para sus ojos inocentes, con las naricillas pegadas al cristal de las ventanas, sintiendo cómo las pajaritas doradas se derretían sobre sus cabellos limpios y perfumados en forma de bellas historias de dragones y princesas que invitaban al sueño. Y cuando éste finalmente venciera, el primer suspiro que el niño dormido exhalara llegaría al Cuentacuentos en forma de botón, del tamaño, color y material más diverso, que éste guardaría con cariño en las alforjas de piel que llevaba su espalda.

lunes, 30 de junio de 2014

Una extraña libertad

Jean-Luc es consciente de que ha gritado; allí se despiertan todos gritando. El sudor frío que empapa la mugre de su cuerpo desnutrido, escocido  hasta la locura donde las chinches se han dado su festín, le aviva el recuerdo de la pesadilla que ha terminado por despertarle. Hoy, sin embargo, la naturaleza del tormento que ha acompañado su nimio descanso –luz blanquísima, voces amortiguadas y un olor desconocido cuyas enseñanzas jamás sabrían identificar con el desinfectante– ha sido bien distinta de aquel otro al que se refiere como La Pesadilla y que lo visita todas las noches desde que sus ansias por defender Tierra Santa, espoleadas por el fanatismo, la fiebre y la ambición de no pocos, fracasaran estrepitosamente en la funesta jornada de Los Cuernos de Hattin. La Pesadilla es fruto del encierro y de su estupidez por no escuchar, Deja que cada cual honre a Dios a su manera, a su padre, el señor de La Jetée. Y la imagen de una madre anegada en lágrimas no contribuye al descanso de su espíritu.

jueves, 19 de junio de 2014

La anciana que robaba libros de Harry Potter


Huang representaba la primera generación de la familia Hóu nacida en España. Llamado Juanjo por sus amigos oriundos de aquellas lejanas tierras del sur donde finalmente se afincaron sus padres un caluroso cuatro de agosto, recibió su educación en uno de los mejores centros privados de la zona, pues se había fijado que su futuro estuviera bien lejos de la tiranía del pequeño negocio familiar. Pero el Destino es un dios testarudo poco dado a escuchar los anhelos de los hombres, y ya había reservado para el primogénito de los Hóu una meta tan ajena a los deseos de sus padres como podía serlo la librería El perro de Ulises.

martes, 3 de junio de 2014

Confidencias de un superhéroe anónimo

No era lo que podría llamar un superhéroe al uso, de esos a los que estaba acostumbrado a ver en prensa y televisión, y así se lo dijo tras un buen trago de café con leche, «No pareces un superhéroe», haciendo sonreír a su enigmático acompañante.

martes, 13 de mayo de 2014

Pertenecemos a una nueva raza

Inspirado en hechos reales…

Me veo reflejado en ellos. En sus ojos carentes de vida y en cómo apartan la mirada cuando son observados con atención; avergonzados la mayoría, agresivos los menos. Pertenecemos a una nueva raza de seres con el alma perdida, obligados a arrastrar nuestro cuerpo moribundo entre los vivos. Y cada vez somos más, como si no existiera una cura para este mal que nos absorbe la vida, las fuerzas y la ilusión. No tengo trabajo y hoy, por primera vez en semanas, he aplastado mi pelo revuelto antes de ir a desayunar.

lunes, 28 de abril de 2014

«Al fin nos encontramos». Una fantasía

El prendimiento de Cristo
Alberto Durero
(1508)

No sé cómo he llegado hasta aquí, aunque tengo claro que ha sido cosa de Padre. Quiere que entienda porqué tuve que dar la vida por ellos, y por eso me hace saltar de un sitio a otro, viviendo épocas distintas. Estudiándolos; intentando comprender. Y a pesar de todo lo visto, o precisamente a causa de ello, cada vez estoy más confuso. He visto los horrores cometidos bajo la sombra de Padre, independientemente de la forma con la que fuera llamado, llorando amargo ante las injusticias perpetradas en el nombre de María. Y ahora me encuentro aquí, en una ciudad en aparente paz y clara festividad, sin saber qué se espera de mí.
La masa humana que me envuelve toma posiciones a ambos lados de la calle. Aguardan algo y me acerco. El tiempo trascurre, se ocupan los pocos espacios que aún quedan libres y noto cómo el nerviosismo aumenta, entre murmullo de conversaciones y algarabía de chiquillos, hasta que cae un significativo silencio plagado de siseos cuando una cruz enarbolada se hace visible al final de la calle. Le sigue una comitiva constante y ordenada de encapuchados silenciosos con cirios encendidos, en aparente penitencia, y de pronto la solemnidad con la que el público asiste a la procesión estalla en bullicio inexplicable cuando suenan cornetas y tambores, marcando el paso con el que se acerca un enorme escenario en el que se representa, detallista y sanguinaria, el momento de la crucifixión.
No puedo hacer otra cosa que estremecerme ante aquel pedazo de  Pasión, grotescamente acompañado por el jolgorio de la banda de música y los aplausos de los espectadores, y aún así no estoy preparado para la imagen entronada que cierra la comitiva; la representación de una María que nunca conocí, todo joyas y caros ropajes, tan extraña de esa otra que me diera de comer en su modesta casa, bella en su naturalidad, todo ternura en sus ojos… Y recuerdo su voz ligeramente ronca con la que entonaba cancioncillas populares con las que entretener las tediosas labores del hogar, tan dulce que ninguna banda de música, por muy alto que tacara, podría igualar.
Salgo de allí con pies ligeros, apartando bruscamente a la multitud que grita entusiasmada ante la imagen, lo que provoca algún que otro grito airado que se funde con el clamor de la fiesta, y llego como en una nube hasta una plaza cercana, en la que los niños juegan y los adultos conversan mientras disfrutan de una cerveza o un helado que calme el calor de la jornada. Sólo entonces detengo mi huida, respiro hondo y busco un lugar en el que sentarme; donde preguntarme cuál era la razón de Padre para traerme aquí, pues lo que he visto se aleja mucho de lo que entiendo por amor a Dios. Entonces una voz quiebra el rojo que tiñe mis ojos. Entona una canción infantil sobre barcos de papel y nubes de algodón, y la sigo hipnotizado hasta un banco de piedra donde una joven acuna entre sus brazos la figura durmiente de un bebé. Me siento enfrente, junto a otra persona de la que sólo podría dar cuenta de su silueta, y disfruto del amor que explota en cada palabra como si fueran palomitas de maíz. Sólo cuando mi acompañante me dirige un «al fin nos encontramos» miro hacia mi izquierda, enfrentándome a unos ojos oscuros del color del chocolate caliente que me sonríen con ternura entre espirales de arrugas. Y mi corazón se alegra, pues en verdad que al fin nos encontramos.
–Maestro… –es lo único que puedo decir.
–Judas. Te he echado mucho de menos.

*        *        *

La joven asiste silenciosa a nuestra charla. El crío duerme profundamente y ya no es necesaria una canción que encauce su sueño. A sus jóvenes ojos somos dos viejos amigos que se reencuentran después de mucho tiempo. Lo que no podría siquiera imaginar es lo mucho que llevamos separamos.
Oír de nuevo su voz me llena de alegría, pero también me transporta al dolor de la tragedia compartida, lo que hace que me quede callado unos instantes. El Maestro me sonríe como un viejo lobo de mar que recuerda desde la lejanía las tempestades a la que tuvo que enfrentarse en el pasado, y se hace partícipe de mi dolor.
–Sufriste mucho, Judas…
–Infinitamente mucho menos que tú, Maestro.
–Puede ser. Pero tu nombre es maldito desde entonces, y eso no lo puedo remediar.
–Ese era el papel que me fue asignado. Así tenía que ser.
–Y así fue, lo que no deja de dolerme.
–Dime Maestro… ¿Valió la pena? –me mira con sus hipnóticos ojos de antaño, sin un reproche ante la duda lanzada; comprensivo como siempre ante la confusión–. Fuimos muchos los que dimos la vida para que tu pudieras salvar al hombre y, hasta ahora, lo único que he visto son las villanías y el horror de siempre.
–Te confesaré una cosa. En ocasiones, yo también dudo, y cuando eso ocurre vengo hasta este preciso momento, a este banco, y la escucho a ella. ¿No crees que quien derrocha tanto amor y sacrificio hacia algo tan indefenso merece ser salvada? Aunque sólo fuera por esta joven madre… Puedes creerme cuando te digo que mereció la pena.
Suenan tambores en la plaza y los dos nos giramos hacia la dirección de la que procede la música. Al parecer se aproxima una nueva procesión y nos quedamos esperando el desfile.
–¿Y qué piensas de toda esta… idolatría?
–Judas… –me reprocha con cariño–. No olvides que el hombre es de mente débil. Necesita que se le recuerden las cosas, y esto es una forma como otra cualquiera de mostrarle mi camino. Además, no deja de ser un bello espectáculo.
–¿Qué barbaridad veremos ahora…?
–Es la hermandad de El beso de Judas.
La voz nos coge por sorpresa. Un joven, sin duda el esposo de la chica, sostiene con delicadeza al niño dormido. Está a pocos metros de nosotros, erguido para ver la procesión, y sin duda ha escuchado mi pregunta. Sin embargo no muestra hostilidad, sólo curiosidad por esta pareja que asiste estupefacta a la fiesta de su ciudad.
–Sois extranjeros. ¿Me equivoco?
–Venimos de lejos, desde luego –le contesta el Maestro.
–Habláis muy bien, para… venir de lejos. Como os decía, esa es la hermandad de El beso de Judas.
–¿También lo sacáis a él… en procesión? –no puedo dejar de preguntar boquiabierto.
–Por supuesto. Aquí tenemos un dicho: «Si no hubiera existido Judas, lo habríamos inventado». Sin él, no tendríamos nuestra Semana Santa.
–«Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» –se me escapa en voz alta, desternillándome de risa ante la joven pareja, que se aleja perpleja para ver la procesión.
–Judas…
–Lo siento Maestro. No lo pude evitar.


B.A., 2014

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viernes, 11 de abril de 2014

Punto de inflexión… ¡Exterminio!

Uno

Las luces se encendieron tras el desconcierto en forma de alarma. Amaneció, y el lunes no era lunes, sino que era martes; así se lo habían indicado los encargados de recepción la noche antes. Desde aquel fatídico jueves de hacía ya tres años, el jueves pasó a ser viernes, el viernes se transformó en sábado y así continuó hasta completar la semana, los meses y los años transcurridos desde entonces, borrando con ello del recuerdo colectivo de los supervivientes ese día dieciocho en el que la Marea Roja arrasó los continentes de manera imprevista, sesgando vidas y almas, y obligándolos a refugiarse en los túneles del metro.

martes, 1 de abril de 2014

El fuego robado: un relato de terror clásico

Derecho en el derecho, izquierdo en el izquierdo ¡Otra vez! Derecho en el derecho, izquierdo
El proceso es simple, como hubiera dicho su padre el científico de haber estado a su lado; «¡lógico!» habría exclamado de haberse desesperado con él. Su discurrir infantil sabe diferenciar el zapato derecho del izquierdo, en qué pie va cada uno, y aún así el izquierdo se niega a obedecer. ¡¡Una vez más!! Un poco más lento esta vez. Pie derecho en el zapato derecho. ¡Bien! Pie izquierdo en el zapato izquierdo… Desesperado, tira el zapato todo lo lejos que puede, quebrando sombras que se ocultan del cuadrado de plata que rasga la oscuridad a través de la ventana; fulgor de una luna hinchada, tan llena de luz como vacío está su corazón. Algo en su interior le impulsa a llorar pero las lágrimas, secas desde hace tiempo, se niegan a diluir su frustración. En vez de eso, se le inflaman los ojos, siente un calor enloquecedor y la ira se desborda, arramblando con todo y contra todos; destrozando con su propio cuerpo maderas, telas y lozas hasta que los restos de la tempestad hacen sangrar su pie desnudo. Y la vida que se le va a chorros, espesa y caliente, le ayuda a recuperar el domino de sí mismo, busca a tientas el zapato perdido y comienza el proceso de nuevo. Pie derecho en el zapato derecho. Pie izquierdo

jueves, 20 de marzo de 2014

«A través del espejo». Pura magia



La ciudad amaneció envuelta como un inmenso regalo. Los carteles se hallaban colocados por doquier, en sitios y a alturas imposibles, anunciando, blanco sobre rojo, lo siguiente: 

 

La compañía Guonderlán contrató para la ocasión una pequeña nave de fachada roja situada en un polígono industrial a la entrada de la ciudad, entre una gasolinera Purgoils y la empresa de bricolaje Hermanos Machado, y sus propios miembros fueron los encargados de adecentarla, limpiando a conciencia y pintando un par de estancias que llenaron con mobiliario IKEA.

El día de la representación el pequeño aforo estaba completo. Siete filas con siete sillas cada una ocupadas por el público más variopinto, a excepción de aquellas que mostraban un cartelito escrito a mano con la palabra «Reservado». Una silla de cada fila, siete en total. Frente a los asistentes se desplegaba una enorme pantalla de vinilo. La puerta por donde entraran tras cruzar una pequeña recepción de tonos rojizos con mobiliario a juego quedaba a la izquierda, mientras que en el lado opuesto otra puerta, de factura similar, se hallaba cerrada.

Al matrimonio compuesto por Alfredo y Muriel lo acompañaban sus dos hijos: Carol de siete años y Jorge de cuatro. Mientras el hombre parloteaba sin parar a través de su teléfono móvil, cerrando tratos y amenazando a la competencia bajo la mirada reprobadora de los más cercanos, la mujer manejaba como podía a los críos, siempre al borde de un ataque de nervios. Juan, contable y eterno soltero, mordisqueaba absorto una chocolatina mientras Nora, dos filas por delante de él y a su derecha, borraba los mensajes de su enésimo exnovio. Una pareja de monjas ecuatorianas, un albañil vestido con la ropa de faena y un atracador con cara de hurón quien había visto en el espectáculo la manera idónea de librarse durante unas horas del acoso policial, eran otros de los cuarenta y dos rostros que esperaban el comienzo de la función.

Las luces se atenuaron y el público guardó un silencio respetuoso que obligó a Alfredo a desconectar el móvil. Para sorpresa de todos, en vez de la proyección esperada, una hilera de personas envueltas en telas color tierra, a la manera de espectros surgidos de la pluma de Dickens, entró en la sala para sobresalto de los más pequeños. Cada una de ellas se colocó ante una de las sillas reservadas, le dio la vuelta y se sentó. Nadie se movía; apenas se respiraba. Alguien de la primera fila dio un giro de ciento ochenta grados a su silla ante lo que el resto del público, roto el hechizo, hizo lo mismo, sorprendiéndose todos ellos de ver otra pantalla desplegada donde antes era el muro a sus espaldas. La luz desapareció y el espectáculo dio comienzo.

 

*        *        *

 

Los espectadores salieron por la puerta situada a su izquierda, atravesando una pequeña recepción pintada de verde con mobiliario a juego. Juan y Nora iban agarrados del brazo, directos al restaurante donde iban a celebrar su tercer aniversario de noviazgo. Las entradas del espectáculo eran el regalo de Nora, gran amante de las pequeñas compañías teatrales; Juan, como devorador confeso de comedias románticas, esperaba la reacción de la joven cuando descubriera el anillo de diamantes en el fondo de su copa. Alfredo, recién divorciado, llevaba a Carol y a Jorge agarrados de la mano, su primera salida juntos desde la traumática separación. El psiquiatra de los chicos aseguraba que ese tipo de salidas ayudaría a cerrar algunas heridas y así parecía haber ocurrido pues los pequeños sonreían y gritaban encantados ante la perspectiva de una pizza margarita. Tras ellos Muriel, con el móvil en la mano, respondía a la llamada perdida de su marido, mientras un joven sacerdote con cara de hurón indicaba amablemente a dos jóvenes ecuatorianas la parada de autobús más cercana. Llevaban apenas una semana en la ciudad, donde residirían como estudiantes, y aún no se manejaban del todo bien por ella. Y así un total de cuarenta y dos vidas vuelta del revés como un calcetín en el tiempo que duró la función de la compañía Guonderlán. No eran vidas mejores ni peores las que cruzaron la pequeña recepción de tonos verdes, y quizás terminaran siendo infelices, pero lo cierto es que aquel día pocas nubes amenazaban su horizonte.

Ya conoces la existencia del mágico espectáculo de la compañía Guonderlán. Puedes tildarlo de cuento de hadas o de leyenda urbana, pero si mañana tu ciudad apareciera inundada de carteles anunciadores de una única función del espectáculo A través del espejo, te pregunto a ti, lector: ¿Comprarías una entrada sabiendo lo que sabes ahora? Piénsatelo.


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miércoles, 12 de marzo de 2014

El color de tus tacones



Ese fin de semana había verbena en el barrio. Esperábamos en el andén del cercanías la llegada de nuestro viejo amigo Mario entre chistes, risas y bravuconerías propias de la edad, y para grata sorpresa de los chicos de la pandilla –y suspicacia malintencionada de las chicas–, se presentó acompañado de su prima, de nombre Tina, pelo ondulado y un metro setenta de altura, aumentada en al menos ocho centímetros por los zapatos de tacón de aguja modelo Navigation que vestía –este último dato me fue suministrado por mi buen amigo Pareja, grafitero en sus momentos de rebeldía que para esas cosas tiene un ojo clínico que raramente falla–. Intenté el acercamiento desde el primer instante, pero todos mis esfuerzos por romper el hielo se estrellaron estrepitosamente contra los muros de defensa levantados, sin razón aparente, por la chica.

viernes, 28 de febrero de 2014

Epílogo en el Segundo Octante


Botas militares con anclajes de superficie, el seguro de los subfusiles de asalto en la posición «off» y la mira de visión nocturna apuntando hacia lo desconocido. Las figuras blindadas se camuflaban negro sobre negro contra el telón de fondo tendido por el espacio profundo, salpicado aquí y allá por puñados de estrellas que titilaban como sólo lo hacen cuando los dioses se burlan de las preocupaciones humanas. El avance es lento, extremadamente cauteloso, eclipsado por la achaparrada forma de la fragata de vigilancia ARR Aldebarán que apunta desapasionadamente sus cañones contra la nave a la deriva, y de esa forma los dos asaltantes llegan a la escotilla principal, momento de máxima tensión al barajarse la probabilidad del ataque de un artificial en cortocircuito que hubiera asesinado a la tripulación –no sería la primera vez–. Bajo la nerviosa vigía de su joven compañero que apunta el arma hacia lo que pudiera escapar junto con el aire enclaustrado, el oficial al mando destraba los seguros, agarra la manija de apertura y tira de la escotilla, siendo recibido por el aburrido bostezo de una pequeña sala estanco perfectamente equipada. El controlador de la misión da luz verde para la fase 2.
Con ellos entra el frío vacío del espacio, se da una vuelta por la pequeña sala y vuelve a salir con un siseo, dejando solos a los asaltantes. Restablecido el flujo de oxígeno, libre de contaminantes según todas las lecturas, los milicianos desconectan el sistema de soporte vital. El aire posee un leve tufo a descomposición y, temiendo lo peor, la pareja comienza el registro del pequeño vehículo del que tan poco saben, salvo que el número de serie remonta su ensamblado a los últimos años de la primera República Rebisiana.
Mucho ha transcurrido desde que la última pieza de aquella astronave saliera de la empresa de suministros aeroespaciales Industrias Dimaco para ser ensamblada. La estación espacial Rebis, la inmensa rueda del más variopinto material que rodea La Tierra en paralelo a su línea de ecuador, vivía un período de bonanza que duraba ya siglo y medio. Atrás quedaba la dura invasión militar que supuso el fin de la primera República, y los escasos tres meses de Monarquía absoluta –Dios le dio el poder y el pueblo se lo quitó– que precedió a la segunda. Y ahora, sin previo aviso, una reliquia de tan lejanos tiempos rompía el perímetro de seguridad que cercaba el borde exterior del Sistema Solar, declarándose el estado de alerta en el Segundo Octante, y mandando a la fragata de vigilancia ARR Aldebarán en una misión de reconocimiento con licencia para disparar primero y preguntar después.
El misterio se ve acrecentado cuando los asaltantes descubren el más variopinto armamento, de una antigüedad apreciable aunque en perfectas condiciones de uso, almacenado con maniático orden militar en todos y cada uno de los habitáculos de la astronave; y en una cantidad considerable, como para surtir a un pequeño ejercito. Diríase el depósito abandonado de alguna extinta célula terrorista y los asaltantes empiezan a temer seriamente por sus vidas, pues estos almacenes errantes suelen ser altamente inestables.
Con los músculos agarrotados y los nervios a punto de ceder alcanzan al fin la cabina, donde el hedor se hace más intenso a medida que se acercan al cuerpo desmadejado del piloto, o mejor dicho, la piloto, pues se trata de una humana de mediana edad, el pelo entrecano recogido en una coleta, no muy alta y con una férrea determinación impresa en sus rasgos aún después del tiempo que lleva muerta. Desde sus manos agarrotadas la pantalla de una pequeña consola portátil colorea sus facciones de azul, donde palpita un documento de texto con una única e incansable línea de eñes, la tecla que la mujer mantiene pulsada con el meñique de la diestra. El oficial se ve obligado a quebrar varios dedos para poder hacerse con la consola y sube miles de páginas de tozuda letra eñe hasta llegar al último escrito que la piloto realizó antes de su muerte. Dice así:

«Voy tras la estela de una enorme fuerza militar de bandera desconocida. Estoy segura de que en ella se encuentra César.
Espero que la lampetra, este mal que corroe mi cuerpo sin misericordia, me permita alcanzarle. Ya no me importa saber por qué se fue, sólo quiero verlo una última vez.
Lo abandoné todo por él ¿Se acordará de mí después de tantos añññññññ…»

El oficial sigue leyendo, ahondando en la historia de aquella pertinaz mujer, los pelillos de los antebrazos y de la nuca de punta, a la que imagina hermosa y de semblante triste; al fin y al cabo, es un romántico incurable. No lo puede remediar. La princesa está triste… ¿Qué tendrá la princesa? Según va retrocediendo en el tiempo los pensamientos confiados en el documento se vuelven más complejos y ganan en optimismo, lo que le da una idea bastante exacta de la lenta degradación, física y mental, que sufrió en la larga búsqueda del tal César, al que se refiere con todas las posibles combinaciones de amor. Y siente unos celos irracionales hacia aquel desconocido sobre el que se derrocha tanta pasión y fidelidad; y lo odia con todas sus fuerzas, maldito imbécil, por no corresponderla con la misma intensidad, abandonándola sin razón aparente treinta y siete años antes de que la muerte le llegue sola, devorada por una enfermedad, la lampetra, que tan devastadora fue siglos atrás, y con una renacida esperanza que no llegaría a confirmar: «Voy tras la estela de una enorme fuerza militar de bandera desconocida. Estoy segura que en ella se encuentra César…» ¿Quién sería aquella enamorada de los llanos estelares?
–Señor. Tengo algo.
El joven recluta juguetea unos instantes con los mandos de una consola auxiliar y al momento una grabación largo tiempo silenciada inunda la cabina envolviéndolos con un sonido duro, metálico,… muy antiguo, base de una letra escrita para el aliento; escrita para la lucha contra todas las barreras levantadas.

«Tú no puedes volver atrás
porque la vida ya te empuja
como un aullido interminable
... interminable.

Te sentirás acorralada
te sentirás perdida y sola
tal vez querrás no haber nacido
... no haber nacido.»

»La consola estaba programada para reproducir en bucle esta canción. Sin duda una bajada de energía fue lo que provocó su parada.

«Todos esperan que resistas
que les ayude tu alegría
que les ayude tu canción
... entre sus canciones.

Nunca te entregues ni te apartes
junto al camino nunca digas
no puedo más aquí me quedo
... aquí me quedo.»

»La mujer debía escucharla a todas horas.
–Por favor. Déle un poco más de volumen.

«Entonces siempre acuérdate
de lo que un día yo escribí
pensando en ti. Pensando en ti,
como ahora piensooooo.
JULIAAAAAAAAAAAAA…»*

Y toda la desesperación que socavara la voluntad de Julia durante aquella difícil búsqueda; todas las horas que sumaron días y que terminaron siendo años cargados de dolor, ira y frustración, ruedan por las mejillas mal afeitadas de un soldado anónimo.

B.A., 2014

* Palabras para Julia. «Los Suaves» sobre poema de José Agustín Goytisolo.





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lunes, 10 de febrero de 2014

Dispara a la cabeza («En manos del destino» Parte 2)

Deciden cruzar la línea de defensa por su cuadrante sur, la zona menos hostigada hasta el momento. Sienten cómo el desprecio de los soldados destacados perfora los laterales de todoterreno como balas de un francotirador; para ellos no son más que otras dos ratas que abandonan el Titanic mientras la orquesta interpreta los primeros acordes de Nearer, My God, to Thee, a la única luz de un cielo estrellado que contempla con apatía la tragedia humana.

viernes, 7 de febrero de 2014

En manos del destino

Capítulo 1

Mis dedos son delgados y quebradizos como ramitas secas. Los hundo en el cuenco que descansa sobre la mesa auxiliar –patas labradas con delicadeza artesana, restos de cera y agujeros de termita–, y su contenido resbala hasta el borde en un desesperado intento de huir de la mano invasora. A pesar de mi avanzada edad mantengo los dedos ágiles, no así las piernas, y atrapo una de las juguetonas pastillas, que termina disolviendo su cobertura azucarada en mi boca mientras descifro las imágenes evocadas desde el hogar; recuerdos de juventud perdida y madurez malgastada que contemplo con la resignación del que ha representado correctamente su papel asignado en la farsa de la vida. Sólo ahora el destino me libera de sus garras y tengo cosas que hacer antes de comprarle un pasaje al testarudo barquero.

viernes, 24 de enero de 2014

Las reglas del Muerto

 

Imágenes extraídas de Pixabay

––––––––––––––––––––

–La bola blanca es la negra.

–Y entonces… ¿Cuál es la blanca?

–Él, por supuesto.

El bar del Muerto es un tugurio nada recomendable situado en la zona más deprimida de la ciudad. Recibe el apodo de su rostro cetrino, ojeroso y grasiento, y regenta el local desde hace más de veinte años; un traspaso de su anterior y devoto propietario que lo había inaugurado en la década de los 60 con el nombre de La Capilla, en honor al pequeño retablo dedicado a San José que todavía hoy preside una esquina del deteriorado barrio. Aún puede leerse «La Capilla» en el letrero de la Cruzcampo que custodia la puerta del establecimiento pero ningún parroquiano lo conoce ya por ese nombre, pues lo llaman El Muerto en honor del actual propietario y a su cara de zombi.

Media docena de habituales miran con suspicacia hacia la mesa de billar, atentos al extraño que ha irrumpido en la monotonía hecha de silencios, cerveza derramada y humo de cigarrillo que ninguna ley antitabaco podría eliminar de El Muerto. Había llegado unas horas antes, todo sonrisas y vaharadas de perfume caro, intentando hacerse un hueco entre la hosca clientela a base de pagar rondas. Se veía a leguas que iba hasta arriba de droga y para calentar aún más los ánimos se le antojó jugar al billar. Con la intención de cerrar el día sin problemas, el Muerto decidió hacerse cargo del extraño. Y en eso estaba, enseñándole las reglas del local.

–Estás de broma. ¿No?

–¿Tengo cara de bromear? Él es la bola blanca –y de nuevo señala hacia el tapete verduzco que nunca tuvo tiempos mejores; hacia el pequeño roedor, un hámster ruso para más señas, que devora con ansia una palomita de maíz sentado en el sitio reservado a la bola blanca.

El hámster es una pequeña pelota gris, de patas blancas y una línea más oscura, tan desviada como una carretera secundaria, que le cruza el lomo. Cuando él llegó, obstinado en hacer de bola blanca –que quedó relegada a hacer las funciones de la negra–, la mitad de las bolas del billar ya habían sido sustituidas por otras de distintos tamaños y no necesariamente esféricas, pérdidas mucho tiempo atrás. Nadie sabía de dónde venía ni quién lo había enseñado a jugar, y poco que les importaba; simplemente lo aceptaron como a uno de los suyos. El jugador se limitaba a señalar con el taco el punto al que golpear y hacia allí se lanzaba el pequeño roedor, que desencadenaba con la fuerza de su carrera un tsunami de colores y golpes que se expandía por toda la mesa. Los parroquianos estaban convencidos de que la bola blanca de un billar convencional se movería exactamente de igual forma; y estaban dispuestos a defenderlo ante cualquiera.

–Esas son las reglas del Muerto... Nuestras reglas. ¿Jugamos o no?

 

*        *        *

 

Esta noche ha habido partida de billar en El Muerto. Se juega con las reglas del billar americano Bola 8, con dos peculiaridades: la bola blanca es la negra y un pequeño hámster hace las veces de blanca. Esas son las reglas del Muerto. Borrachos, estafadores, perdedores,… gentuza de la peor calaña, los parroquianos de El Muerto son individuos sin conciencia ni honor que venderían a su madre por una cerveza; miembros de familias desestructuradas o que ellos mismos se encargan de destruir. Mala gente que hace unos instantes saltó como un solo hombre cuando el taco de billar de un extraño golpeó a escasos milímetros del roedor –¡Maldito cabrón tramposo!, apostilló al fallar por tercera vez el tiro–. Ahora su cuerpo se halla tirado de cualquier manera frente a una pequeña capilla dedicada a San José, la sonrisa rota y la fragancia del perfume con el que se embadurnó para salir de marcha solapada por el olor metálico de la sangre, y escrito con buena caligrafía, sobre la página de un periódico deportivo, puede leerse: «No eran sus reglas».

 

B.A., 2014


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