lunes, 16 de octubre de 2017

Ángel de alas borrosas

 


Inspirado en hechos reales

 

Desde muy pequeño supe que un ángel velaba mis sueños. Mi madre, como madre que era, siempre escuchaba tan extraordinaria afirmación con una dulce sonrisa en los labios, alentándome a contarle los pormenores tras prepararme un gran tazón de Cola Cao. Mi padre, en cambio, nunca fue dado a confidencias. Aunque nuestra relación siempre ha sido correcta, de cariñoso tiene lo justo, por razones pasadas y familiares que nunca tuvo necesidad de revelarme, y resolvía la cuestión con un gruñido incrédulo que disparaba con certeza de francotirador por encima del libro que estuviera leyendo en ese momento. Pero mi ángel de la guarda existía y cada noche notaba su presencia como una cálida presión sobre la espalda que me ayudaba a vadear las aguas embravecidas por los vientos oscuros de las pesadillas.

Se ve que a mi ángel solo le habían asignado el turno de noche. Quizás sufriera insomnio, como le ocurría al protagonista de Taxi Driver, o a lo mejor estaba pluriempleado y por el día trabajaba de guardia de seguridad en unos grandes almacenes. ¡Qué sé yo! La cuestión es que en el colegio sufrí el acoso de algunos niños de cursos superiores, lo que ahora se conoce como «bullying», y mi ángel nunca me defendió de ellos con espada flamígera en mano. El problema se resolvió favorablemente cuando la naturaleza quiso obsequiarme de la noche a la mañana un palmo más de altura que no dudé en aprovechar, en ocasiones de forma contundente, para qué lo voy a negar, y la vida siguió de esa manera hasta que un buen día, coincidiendo con mi décimo cumpleaños, mi ángel desapareció para siempre sin notificación previa.

Me enfadé con él durante una buena temporada, rebelándome contra la religión en general y la jerarquía angelical en particular, hasta que mi madre consiguió disolver la amargura del abandono asegurando, con la certeza con la que solo lo puede hacer una madre, que se había ido porque yo ya no lo necesitaba, como lo hacía Mary Poppins cuando el viento soplaba del oeste. Acepté a regañadientes que ayudara a otros niños que lo necesitaban más que yo pero aún así, sobre todo en los días de tormenta, echaba de menos su calidez en mi espalda.

 

 

Hoy hace una semana que vino al mundo Ángela, su tercera noche bajo el techo de nuestra modesta vivienda. Ha sido un día especialmente duro para mi esposa, y entre toma y toma nocturna, se ha rendido a un apacible sueño del que no la he querido despertar cuando la pequeña reclamó por vigésima vez nuestra atención. Así que me he levantado, calmando su intranquilidad como buenamente he podido, para después dejarla suavemente de nuevo en su cuna. Y como padre novato, acongojada y acojonada el alma por aquel terrible mal al que los médicos llaman muerte súbita del lactante, le he puesto la mano en la espalda, buscando su respiración. En ese preciso momento he sabido que mi ángel de la guarda realmente existió, y que estaba más cerca de lo que jamás hubiera creído.

Mañana preguntaré a mi padre sobre ello, aunque sé que solo hablará en presencia de su abogado. Mi padre… ese ángel silencioso que protegió los sueños de mi infancia de males reales e imaginados. Mi cuerpo cálido y vulnerable pudo más que la armadura de hielo con la que se cubrió con testaruda obstinación, y por eso, aunque algo borrosas, se ganó sus alas con el tañido de unas campanas anunciando el nuevo día.

 

B.A.: 2.017

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Este relato forma parte del libro recopilatorio Ahora, que nadie nos oye, déjame que te cuente, resultado del gran esfuerzo realizado por David Rubio Sánchez desde su blog Relatos en su tinta.

 El recopilatorio está disponible en Amazon. Pulse en la imagen para acceder a la página.



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