Nota: Imágenes sacadas de red Internet
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España - 1936
–Buenas noches. ¿Es usted el conserje?
–Venancio Gallo, para servirles.
–Vive aquí don Fernando García. ¿Verdad?
–Esto…
–¿¡Vive aquí don Fernando García!?
–Sí, pero…
–¡Pues vaya a buscarlo inmediatamente!
–Ahora mismo, caballeros. Con su
permiso...
–No hace falta, Venancio. Aquí estoy.
»Buenas noches. Yo soy Fernando García.
Ustedes dirán.
–Buenas noches. Si hace el favor de
acompañarnos... Tenemos un asunto urgente que tratar con usted.
–Estaré encantado. Denme solo unos segundos
con Venancio.
–Por supuesto.
–Pero don Fernando… Sabe tan bien como yo
que es al «otro» don Fernando García al que buscan estos señores.
–Mi buen Venancio. Soy católico
practicante y maestro de escuela… Traidor por partida doble a ojos de nuestra
pobre España dividida. Si no fueran estos caballeros hoy, lo serían sus primos
del otro bando mañana.
–Pero señor, puede que no…
–¿Vuelva?
–...
–Tengo más de setenta años y no dejo a
nadie atrás.
–¡Están sus alumnos!
–Touché,
pero la decisión está tomada.
»He de irme; no es recomendable que estos
señores se impacienten. Dígale a mi tocayo que huya con su familia esta misma
noche. Vendrán a por él en cuando sean conscientes del error cometido.
–Así lo haré, don Fernando. Snif.
–No llore, amigo mío.
–Snif...
–Podemos irnos, caballeros.
–¡¡Don Fernando!!
–¿Qué ocurre ahora, Venancio?
–Se me olvidaba. El mozo de la librería El perro de Ulises dejó este paquete
para usted.
–Será mejor que me lo lleve. Cuídese.
Don Fernando García Capitán, natural del municipio coruñés de Padrón, se
halla descompuesto. De hombre valiente tiene lo justo para que no lo tachen de
pusilánime, y ha gastado todas las reservas de que disponía al regalarle una vía
de escape a su vecino. Para colmo de males su cuerpo afiebrado, acomodado como
buenamente puede en aquella celda que comparte con otro centenar de desdichados
a los que también han requerido las autoridades militares, le crea la ilusión
de hallarse en presencia de la arrogante Reina de Corazones, a la que su mente
agotada pone los rasgos de Marlene Dietrich en El ángel azul. «¿Merece la pena?», le pregunta la Dietrich con la
característica mala uva de la cabaretera Lola-Lola, vestida para la ocasión con
los colores rojo y negro del reino de las maravillas.
–¿A qué se refiere?
–Le pregunto si merece la pena cambiar su
vida por la de ese desgraciado.
–Y por la de su familia, no lo olvide.
–¡Bah! Una fregona que huele a coliflor
cocida y sus piojosos hijos. Yo no me hubiera rebajado ni a ordenar que les
cortaran la cabeza.
–¿Y qué me dice del amor al prójimo? ¿O
del sacrificio?
–Esas palabrejas nunca dieron de comer a
nadie.
En estos términos se desarrolla la
imaginaria conversación cuando un: «¿Qué está leyendo, señor?» devuelve al anciano
a la lúgubre realidad de la celda. La pregunta viene del otro lado de los
barrotes, de boca de un soldado que no supera en edad a muchos de sus alumnos.
Posee la mirada límpida del que aún no ha derramado la sangre de un hermano, y
en su semblante hay auténtica curiosidad.
Don Fernando mira hacia abajo y se
sorprende al descubrir un libro entre sus manos. Alicia en el país de las maravillas, anuncia en letras negras. Sin
poder explicar cómo ni en qué momento, el viejo maestro había rasgado el
envoltorio de papel con el que el librero de El perro de Ulises protegiera la inmortal obra de Lewis Carrol,
desde cuya portada lo observa una Alicia de rasgos mediterráneos. Tres rosas,
un cerdito ataviado con ropa de bebé y el escurridizo Conejo Blanco, todo un
caballero español de capa y sombrero, completan la escena imaginada por la
ilustradora Lola Anglada para la editorial Juventud. Sin duda, allí se
encuentra la causa de la imaginaria visita de la Dietrich entronada.
–Alicia
en el país de las maravillas –responde gratamente sorprendido el viejo
maestro–, de Lewis Carrol.
–¿No es usted muy… mayor para cuentos?
–curiosea nuevamente el centinela, envalentonado, arrancándole una sonrisa a
don Fernando. ¿Cómo hacerle ver a aquel joven, de forma sencilla, la soterrada
crítica, desvergonzada e irreverente, que Carrol hacía en su Alicia de las injusticias,
las intolerancias y los comportamientos aborregados de la sociedad? ¿Sería
capaz de apreciar el buen muchacho sus exquisitos guiños matemáticos? Pero el
tiempo que resta es poco y don Fernando prefiere revestirse con el aura dorada
del cuentacuentos vocacional.
–¿Quiere que se lo lea?
–¿Le molestaría, señor?
–¡Jamás! –y don Fernando se lanza a
desgranar las alucinantes aventuras de Alicia, siendo de nuevo testigo de la magia
que las palabras crea en las mentes hambrientas, hasta que el sortilegio es
roto repentinamente por un militarucho de tres al cuarto que lo requiere a voz
en cuello.
–¡¡FERNANDO GARCÍA!!
Minutos antes, la llamada del Destino
hubiera hundido al viejo maestro, pero el reencuentro con la lectura lo ha
ayudado a recuperar la dignidad y la serenidad perdidas, y tras un quedo:
«Presente» que retumba como un clamor en el recinto, se despide del joven
centinela no sin antes regalarle el libro.
–Pero no sé leer –se excusa avergonzado el
otro, a lo que don Fernando contesta:
–Entonces esos serán sus deberes para
mañana –para después apostillar por encima del hombro–. Solo la lectura nos
hace libres.
Con la satisfacción del deber cumplido,
don Fernando acompaña con serenidad al Conejo Blanco hasta el país de las
maravillas.