lunes, 27 de abril de 2020

Sesión de tarde en Cine Palmira




Felisa tenía las mejores curvas de todo el barrio. Invitarla al cine podría considerarse la cuota mínima a pagar por poder presumir de ella ante los amigotes de jarana, pero la perspectiva cambiaba notablemente cuando te enterabas de que la chica en cuestión no era de esas que se pirran por una comedia romántica protagonizada por Hugh Grant o Richard Gere, sino de aquellas otras a las que les pone el terror.
Hubiera podido sobrellevarlo si estuviéramos hablando de algo como la versión que hiciera Coppola de Drácula, una película estéticamente impecable en la que por mucha sangre que se derrame te sorprende de buenas a primera con frases como aquella de: «He cruzado océanos de tiempo para buscarte», en boca de un camaleónico Gary Oldman transilvano capaz de poner tierno al más embrutecido de los mortales. Pero no. A Felisa le hacía tilín el terror más sanguinario, cochambroso y desagradable, sin una Annie Lennox que lo dulcificara con su canto de amor a un vampiro –«Come into these arms again / And lay your body down», entonaba la buena de Annie–, pidiéndome que la llevara a ver El exorcista, versión extendida para más inri, que se proyectaría en el Cine Palmira dentro de un ciclo bautizado con el sugerente título de Sangre, casquería y puré de guisantes. ¿Podría ser peor? Por supuesto, podría llover.
No se vayan a creer que soy un mojigato. Lo que ocurre es que a mí no me van los Krueger, Jason y Jigsaw cuya única razón de ser es convertir en picadillo a los guapos protagonistas de turno de la forma más retorcida que la mente humana es capaz de imaginar. A mí lo que realmente me gustan son las explosiones, los coches lanzados a todo gas y los rayos láser, fiu-fiu. Aun así estaba decidido a triunfar, y para ello fui a ver la película la tarde antes del día F –F de Felisa, of course–, yo solo, con mi resolución como única armadura. La niña del exorcista y sus vómitos verdes no me dejarían en mal lugar ante mi curvilínea cita.
Una leyenda urbana afirmaba que en el Cine Palmira había un fantasma. ¡No se rían, por favor!, pues no eran pocos los que aseguraban haber visto sombras proyectadas sobre la pantalla o notado una respiración cálida en el cogote sin tener a nadie detrás. Y además estaban las muertes. Cinco ataques al corazón desde su inauguración, a los que habría podido sumarse dos más si no hubiera sido por la intervención in extremis del servicio de Urgencias. Pero esa mala prensa, en vez de espantar a los espectadores, los atraía como el ganador de la última edición de OT a un grupo de adolescentes y así, el día en que iba a enfrentarme a mis demonios, me vi en una sala llena hasta la bandera, sentándome junto a un individuo que parecía venir más a ver la última de Disney que la lucha del padre Merrin contra el demonio Pazuzu, tal era el cargamento de chucherías que portaba.
La experiencia resultó peor de lo esperado, y si la niña bajando la escalera mientras hacía el pino puente me puso la piel de gallina –recuerden que era la versión extendida– y con el giro de cabeza imposible tuve que ahogar un grito nada masculino, la ducha de vómito verde que recibe el sufriente padre Karras me hizo dar tal respingo que a punto estuve de tirarle las palomitas a mi compañero de butaca, por mucho que la cultura popular me hubiera preparado para tan impactante imagen. Y ese crucifijo… Bueno, creo que basta con que diga que enfilé el final de la película mareado por un cóctel explosivo de terror y asco a partes iguales, llegando a preguntarme si realmente merecía la pena semejante tortura por los encantos de Felisa.
Así estaban las cosas cuando sentí cómo una repentina bajada de temperatura acicateaba mi cuerpo hasta hacerme castañear los dientes. Miré en torno a la búsqueda del origen de semejante frío y cuál no sería mi sorpresa cuando vi que la sala se hallaba totalmente desierta; sólo la proyección de la película acompañando mi soledad. Y de pronto era yo quien estaba en esa habitación gélida donde el padre Merrin perdía la vida a los pies de una cama con las maderas acolchadas, expeliendo bocanadas de vaho, y eran mis manos, no las del padre Karras, las que estrangulaban a Regan. Entonces fui poseído por una presencia demoníaca y hubo ruido de cristales, y un salto al vacío, y mi cuerpo lacerado rodó a todo lo largo de una escalera de fría piedra, quedando desmadejado en la calle, entre charcos de sangre, mientras una mano amiga acompañaba mi último hálito de vida.
Volví a la platea del cine, desaparecido el vaho pero no el frío. La mano amiga era la de mi accidental compañero de película y el dolor que me recorría el cuerpo el resultado de las maniobras de reanimación de los sanitarios. Pero ya nada pudieron hacer. Se certificó mi muerte como un ataque al corazón pero yo sé, y ahora también ustedes, que fui la octava víctima del fantasma del Cine Palmira.
No sé la razón por la que el fantasma me eligió a mí en aquella ocasión, pero sí os puedo asegurar que su ansia de muerte es mucha y que volverá a atacar.
Quedan advertidos.

B.A.: 2020

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miércoles, 1 de abril de 2020

Reseña del libro Crónicas marcianas, de Ray Bradbury


Nota: Reseña del libro Crónicas marcianas de Ray Radbury para el blog El Tintero de Oro.
Es la primera reseña que hago así que a ver cómo sale.
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Mi primer contacto con el libro Crónicas marcianas lo tuve cursando la EGB, allá por el año 92. Una de las lecturas obligatorias en la asignatura de Literatura –¿Lengua, tal vez?–, era un pequeño recopilatorio llamado Antología del cuento literario, calzada adoquinada con una escogida selección de textos que facilitaba el viaje a través de la historia del cuento literario de los siglos XIX y XX; veinticinco autores para veinticinco títulos con el loable fin de devolver al menospreciado cuento al lugar que le correspondía entre los grandes géneros de la literatura. Y allí, entre Galdós y Borges, arropado por Poe, Wilde y Cortázar, se encontraba Los largos años, uno de los últimos capítulos de estas Crónicas marcianas de Bradbury.
Mi interés por la ciencia ficción venía de lejos. Julio Verne siempre inspiró mis proyectos nunca concluidos y con la obra cinematográfica de George Lucas, apoyada por la lectura de los tebeos del héroe galáctico español Diego Valor –gracias papá–, descubrí el género que se conoce como space opera. Pero Bradbury nada tenía que ver con la prosa fría y científica de Verne, ni con las asombrosas aventuras hechas de espectaculares batallas espaciales, rayos láser y, por supuesto, carismáticos héroes y villanos. No. Bradbury se centraba en la pequeñita figura del hombre, haciéndose eco de las contadas virtudes y los muchos defectos que tan característicos son de la raza humana.
Los largos años hablaba de una casa de piedra levantada sobre una colina de Marte, de una ciudad terrícola abandonada y a punto del desplome, y de un pueblo marciano de cincuenta siglos por el que no pasaba el tiempo. Y de una guerra, la Gran Guerra, que en la Tierra duraba ya veinte años. Qué había ocurrido en Marte antes de los hechos narrados en aquellas pocas páginas era todo un misterio para el lector; tampoco importaba cuál sería el destino del planeta rojo, pues ni pasado ni futuro tenía especial relevancia para la tragedia protagonizada por el señor Hathaway y su silenciosa familia, tratando el autor la historia mil veces contada de sueños rotos, espera y culpa.
Crónicas marcianas es uno de esos libros cuya lectura queda en suspenso sin razón alguna –me ocurrió con el Quijote y me sigue pasando con Cien años de soledad–, y aunque la historia del señor Hathaway siempre permaneció en mi recuerdo, tuvieron que pasar muchos años hasta que el libro cayó en mis manos en formado bolsillo, afianzando su lectura la peregrina idea que ya me asaltara con Los largos años; para Bradbury, el escenario marciano es poco más que una anécdota pues, aunque estas crónicas tratan de la colonización terrícola del planeta rojo y de sus nefastas consecuencias, el fin último del autor no es otro que elaborar un compendio de lo que ha supuesto la odisea humana para nuestra Historia. Y así, a través de veinticinco capítulos que pueden ser abordados de manera independiente pues son en sí mismos relatos completos, Bradbury nos invita a ser testigos del miedo de los nativos hacia los colonizadores, a los que se enfrentan en la medida de sus posibilidades; de la extinción de toda una raza a causa de las enfermedades exportadas, como ya ocurriera con la viruela, el sarampión y la gripe durante la conquista de América y sigue ocurriendo en las tribus aisladas del Amazonas; del odio racista y del poder que pueden alcanzar las minorías cuando hacen suya la máxima «La unión hace la fuerza»; del desprecio del colonizador hacia las culturas heredadas y que es incapaz de asimilar a causa de su cortedad de mente, desidia o simple y pura ambición, y de la lucha de unos pocos por defenderlas, hasta las últimas consecuencias.
En Crónicas marcianas también hay un rincón para el extremismo ideológico. En el futuro imaginado por Bradbury, los integrantes de Climas Morales, por miedo al pensamiento creativo, modelarán el arte y la literatura a su antojo hasta transformarlo en un producto sin vida ni sabor, inofensivo, destruyendo cualquier tipo de manifestación. Contra este radicalismo se sublevará el señor Stendahl, que con ayuda de Pike –maestro del disfraz muy superior a Lon Chaney, el apodado «Hombre de las mil caras»–, levantará en suelo marciano la Casa Usher, habitándola con toda suerte de fantásticos y monstruosos personajes que harán pagar a los representantes de Climas Morales en el planeta por lo que su extremismo le hizo a la memoria de Poe y de tantos otros autores responsables todos ellos de nuestro legado creativo.
El hombre llegará a Marte como lo ha hecho toda su vida, langosta implacable que destroza cuanto extraño encuentra a su paso hasta darle una forma familiar; contaminando con su cultura plástica, perecedera e insustancial la esencia marciana hecha de columnas de cristal, plata labrada y abejas zumbantes. Y cuando ya no queda más que disfrutar del paraíso que no se han ganado, la Gran Guerra estallará en la Tierra, y los colonos –cinco años son pocos para hacer olvidar las raíces–, marcharán en tromba dejando tras de sí un mundo yermo. Solo unos pocos quedarán en el planeta rojo, ocultos a los ojos del planeta madre.
La nueva raza marciana se esforzará por olvidar el modo erróneo de vivir de la vieja Tierra hecho de leyes insensatas, prejuicios, guerras y máquinas innecesarias, pues solo así podrá disfrutar de un picnic de un millón de años.

B.A.: 2020

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