jueves, 18 de enero de 2018

Apocalipsis de rebaja



Para Naty no había un credo que mereciera su atención; tampoco era una «roja», como la llamaba su padre cuando se enzarzaban en alguna de las muchas discusiones que caracterizó su vida en común, nostálgico de una dictadura largo tiempo extinta. No, Naty era una activista convencida y practicante, y veía de una obscenidad enfermiza las llamadas «rebajas de enero» que marcaban el comienzo de cada nuevo año. Eran muchas las penalidades a las que su labor humanitaria la había arrastrado con la sola compañía de su vieja mochila, y ahora, cuando las fuerzas ya la habían relegado al activismo distante y virtual de las redes sociales, estaba más que convencida de que el fin del mundo llegaría para limpiar la faz de la tierra del mal humano, y de que éste coincidiría con uno de aquellos días de consumismo egoísta y desenfrenado
Naty no tenía idea de cómo se produciría, si seguiría las profecías de los textos religiosos –fuera cual fuese el dios al que elevaban sus cánticos y alabanzas– o si simplemente la Madre Naturaleza se rebelaría como un perro contra las pulgas que le sangran la vida. De lo que sí estaba segura la vieja activista era de que a ella la pillaría al pie del cañón, luchando por lo que creía a través de las 27 pulgadas de su monitor Apple de alta resolución. Por eso, todos los 7 de enero desde hacía cinco años, se la veía en uno de los mayores supermercados de la ciudad, allí donde las rebajas eran sólo un recordatorio sugerido a través del sistema de megafonía con acompañamiento musical, aprovisionándose para su particular hibernación de toda suerte de conservas y encurtidos, leche vaporizada, agua embotellada y, su gran debilidad, tabletas de chocolate al 82% de cacao.
–Buf, señora… ¿Piensa acaso que va a producirse un holocausto nuclear? –con la llegada de la última caja de provisiones, subida al cuarto sin ascensor a lomos de un esmirriado repartidor, Naty cerró con doble vuelta la puerta de su apartamento y se dispuso a esperar la llegada del fin del mundo. Y los días pasaron, 8 de enero, 9 de enero, 10 de enero,… y las pilas de alimento menguaron al ritmo en que aumentaban las bolsas de residuos que la anciana almacenaba con metódica clasificación recicladora en dormitorios y pasillos –si el mundo no se iba al traste esas rebajas, no sería ella quien le pusiera la zancadilla–, los restos orgánicos debidamente depositados en la compostera que ocupaba buena parte de la terraza.
28 de enero
29 de enero
30 de enero
31 de enero
1 de febrero
2 de febrero


–Bueno –se dijo la anciana la mañana del 7 de marzo, fecha en que terminaban las rebajas en su ciudad, tras observar que la vida seguía su penosa andadura sin que ningún acontecimiento extraordinario en forma de agua, fuego o ángeles caídos del cielo hubieran acelerado su degradación–, el mundo no se ha ido a la mierda estas rebajas; habrá que esperar a las de verano–. Y como las veces anteriores en las que el apocalipsis se resistió a llegar, la anciana marcó el número de la empresa que se encargaría de retirar las bolsas de basura almacenadas durante la fallida espera, para comenzar a continuación la lista de la compra que realizaría en cuatro meses.


B.A.: 2.018

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jueves, 4 de enero de 2018

Prodigio de Navidad



La niebla se asemejaba a la nata montada. Gaspar vagaba perdido por aquel páramo de horizonte impenetrable, cubierto de espeso rocío nacarado que blanqueaba su característico cabello castaño hasta asemejarlo al buen Melchor, las manos engarzadas en torno al cofrecillo de maderas nobles donde atesoraba el preciado incienso traído de su lejana patria. Desde hacía tiempo nada sabía de la estrella errante que guiaba su largo peregrinar, engullida como sus compañeros de viaje por aquel denso telón de blanco impenetrable. En un momento indeterminado, sus pies rozaron el borde de un precipicio, haciéndolo trastabillar en busca de suelo firme. Recuperado el resuello, perdido como estaba, Gaspar consideró que aquel era un rumbo tan bueno como pudiera serlo cualquier otro, así que lo tomó como guía para caminar siempre hacia delante, dejando el peligroso borde del acantilado a su izquierda.