lunes, 10 de febrero de 2025

Las dos piezas de cobre de Joseph Dombey

 


–No es más que un pirata.

–¡Un pirata! ¡¿Un pirata, dice?! ¿Acaso bebo ron y tengo un loro sobre el hombro que me ríe las gracias?

–No sé si tiene un loro ni sus preferencias en el beber pero ha abordado mi navío, haciéndome prisionero por la fuerza, y eso, señor mío, es cuanto hacen los piratas.

–¡Por San Jorge! Soy corsario de Su Majestad Británica, así que no me insulte.

–Corsario, pirata,… No veo la diferencia.

–¿He de mostrarle mi patente de corso?

–El que robe, mate y violente con el beneplácito de su rey no me hará cambiar de opinión.

–Tómese su té, señor Dombey, no se le vaya a enfriar.

El aristócrata y botánico Joseph Dombey remueve el contenido de su taza con una cucharilla de plata, con seguridad fruto del pillaje a algún navío compatriota pues su exquisito repujado es de evidente estilo francés. Nunca ha soportado el té con leche, y menos con los dos terrones de azúcar que le ha añadido su «anfitrión» sin consulta previa, pero está en ese camarote para negociar su libertad y si ello exige martirizarse el paladar con tan edulcorado brebaje hará de tripas corazón.

Más allá del ventanal por donde entra la luz natural en la cabina, el prisionero puede ver cómo un denso rebaño de oscuras nubes se desplaza velozmente de izquierda a derecha. Quién sabe si forma parte de la tempestad por la que ha caído a manos de los corsarios o de la formación de una nueva; no quiere ni imaginarse cómo será navegar por esas aguas del Caribe en plena época de huracanes. Tras un nuevo sorbo a su té, repentina arcada oculta tras la taza de porcelana, vuelve a dirigirse al corsario para pedir su liberación.

–Señor…

–Llámeme Smith. John Smith. Como si fuera un expósito del Foundling Hospital de Londres.

–¿Acaso no es su verdadero nombre?

–Son «varios» mis verdaderos nombres, vistiéndolos según la ocasión.

–¿Y cuál es la razón de usar conmigo el de un huérfano?

–Sé que no hay nada más incómodo para un aristócrata estirado como usted que el saberse en manos de un desheredado.

–Extraño juego el suyo… Señor Smith.

–Juego de piratas –le contesta el otro con evidente mala fe.

–En fin, señor Smith –continúa Joseph Dombey con forzado aplomo–. Estoy ante usted para solicitar mi inmediata liberación pues viajo a la ciudad de Filadelfia en misión oficial de la República.

–Ah, sí, su misión… Aquella por la que se disfrazó de marinero cuando tomamos su navío y quiso engañarnos con un más que deplorable español.

–Debía intentarlo.

–Me hago cargo. Y esa misión es…

–No puedo rebelársela aunque no es perjudicial en modo alguno para su país.

–Eso lo decidirá el gobernador de Monserrat, isla hacia la que nos dirigimos.

–¡Esta situación es inaceptable!

–Mire, señor Dombey. Ha tenido la mala suerte de ser reconocido por un compañero más ilustrado que yo. No debe dudar de la total legalidad de su retención como igual de legítima será la petición de rescate que haremos llegar a sus compatriotas.

»Aunque le cueste creerlo, yo soy su mayor valedor ante el gobernador. Así que cuénteme, por favor.

Joseph Dombey se toma unos instantes para reflexionar pues es consciente de no haber sido totalmente franco con el corsario. Tras dos expediciones botánicas que acabaron con buena parte de los especímenes perdidos y el menoscabo de su salud física y mental, el gobierno francés, a fin de estrechar lazos con unos Estados Unidos recién independizados, le había encomendado la ambiciosa misión de viajar hasta Filadelfia con dos singulares piezas de cobre: una vara y una pesa, los estándares de longitud y masa de medición franceses. La idea era presentar sendos objetos a Thomas Jefferson, el secretario de estado estadounidense, a fin de que éste convenciera al congreso para su adopción nacional. En caso de completar de manera satisfactoria la misión encomendada no solo se facilitarían los tratos comerciales con Estados Unidos al utilizar las mismas unidades de medida sino que supondría un doloroso revés para la pérfida Albión pues hasta entonces la naciente potencia de ultramar se regía por el modelo imperial británico.

–Mucho me temo que me es imposible –contesta el prisionero apesadumbrado pero con firmeza.

–Entonces, señor Dombey, podemos dar por terminada nuestra conversación. Espero que el gobernador de Monserrat tenga más suerte.

»¿Otra taza de té?

 

Las fiebres martirizan el cuerpo consumido de Joseph Dombey. No ha vuelto a saber del llamado señor Smith desde su desembarco en Monserrat, donde lo dejara a cargo del gobernador de la isla, responsable de tramitar la solicitud de rescate. En la celda donde se haya cautivo los días pasan inexorables, unos iguales a otros, mezclándose presente, pasado y futuro en realidades imposibles. Espera que el gobierno de la República acepte con prontitud las exigencias de Su Majestad y confiando en que sus captores hayan respetado las piezas de cobre de tan singular valor cae en un sueño del que ya nunca despertará.

Antes de la oscuridad eterna se le presenta la imagen de un futuro en el que la nación estadounidense permanece fiel al modelo británico, y aquello a lo que el moribundo, con las últimas migajas de consciencia, toma por un simple delirio fruto de las calenturas para otros, quizás iluminados por una fuerza o ente superior, se les antojaría como una nefasta premonición.

 

B.A.: 2025


10 comentarios:

  1. Me ha gustado tu relato, por lo interesante de la situación histórica que has planteado y el tono de la conversación de ambos personajes. Efectivamente un corsario no dejaba de ser un pirata por encargo, ja ja! Muy bien explicado! Un abrazote y mucha suerte en el concurso Bruno!

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    1. Hola, Marifelita. Pues me topé con esta curiosa anécdota histórica gracias a mi hijo y me vino de perlas para el reto. Me alegra que te haya gustado. Un abrazo.
      P.D.: Pues sí, yo también creo, como el señor Dombey, que un corsario no es más que un pirata "con papeles", je, je, je.

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  2. Hola Bruno
    Piratas, corsarios... tanto monta, monta tanto. Lo defines perfectamente.
    Un relato que nos mete en una época histórica difícil de ser vivida. ¡Muy interesante! Un abrazo

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    1. Hola, Marlen. Como he dicho en mi anterior comentario, para mí un corsario no es más que un pirata "con papeles", pero pirata al fin y al cabo. Me alegra que te haya gustado mi relato. Un abrazo.

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  3. Un relato que te mantiene enganchada hasta el final. Me parece genial. Un abrazo

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    1. Gracias, Nuria. Me alegro que te haya mantenida atrapada hasta el final el curioso caso del señor Dombey y sus dos piezas de cobre.
      Un abrazo.

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  4. Genial, Bruno. Una escena con tintes históricos y su puntito de ironía muy bien armada y muy creíble en los diálogos. Me ha encantado.

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    1. Gracias, Marta. Me alegra que pienses así de mi trabajo, son muchas las vueltas que le he dado para poder ofrecer la mejor versión de este curioso caso histórico. Los diálogos, como ya sabrás, son uno de mis momentos preferidos. Me gusta trabajarlos hasta el más mínimo detalle, y si te han parecido creíbles puedo dar el reto por superado.
      Un abrazo enorme.

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  5. Me gusta muchísimo la escena y la época elegida, entre los intentos de independencias del nuevo mundo, y los correspondientes de seguir colonizando por el comercio o lo que fuere. Está maravillosamente mostrado en esa taza de té ofrecida con toda la malicia del "corsario" o la maldad del "pirata" se mire. Mucha suerte y un abrazo grande.

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  6. Otro sí: olvidé decirte que en esas circunstancias históricas encontré el vaivén del movimiento del mar.

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