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–¡Por favor! –suplica
desesperado–. Por favor. Esperen un minuto. Luego me iré con ustedes sin causar
problemas.
El
hombre mira desde el suelo hacia el edificio frontero, atrincherado tras las
piernas de los dos municipales que han acudido al aviso de un buen ciudadano. «Hay
un mendigo con muy mala pinta delante del colegio Elena Chaparro», dijo y hacia
allí se encaminó la pareja, preguntándose si para eso habían opositado al Cuerpo.
–Muchas
gracias –dice el hombre transcurrido el tiempo solicitado–. Ahora les
acompañaré con gusto.
»Solo
quería seguir siendo invisible –apostilla con sus pocas pertenecías ya acomodadas
bajo el brazo.
La
confesión sorprende a los policías. ¿Un acosador? No lo parece. Estudian
curiosos a quien escoltan codo con codo y tras cruzar compenetrados la mirada lo
hacen entrar en el bar Paraíso, donde la sargento Fuentes encarga para el
mendigo una tostada con York y un Colacao caliente que Pedro, el dueño, prepara
no sin cierta reticencia. Sendos cafés con leche aventarán a los municipales el
frío mañanero.
–Tiene
una oportunidad de explicarnos lo de su invisibilidad. Pero antes desayune o se
le enfriará.
Hambriento,
el hombre da buena cuenta del festín, sin levantar la vista del plato solo para
lanzar una mirada agradecida a sus dos ángeles guardianes. Una vez saciado, el
mendigo se cruza de brazos, incómodo y avergonzado, y se lanza a desgranar una
historia mil veces vivida, la de un empresario subido a la cresta de la ola que
de noche a la mañana sufre el mayor de los reveses en forma de mal negocio. Y desde
día cada vez más alcohol en la sangre y menos calor en el hogar, hasta que su
esposa da por concluido el matrimonio coincidiendo con la Copa del Rey de hace tres
años.
«–¿Dónde
has estado?»
«–Mujer.
Había que celebrar que el Betis ha pasado a la semifinal.»
«–¿Y
se puede saber desde cuándo eres tan futbolero?»
«–La
llamada se recibe cuando menos te lo esperas. Jua, jua, jua.»
«–Ernesto.
Ese partido fue hace dos días. La de veces que habrá llamado tu hija a los
hospitales, buscándote.»
«–Venga,
Ester. No te pongas así…»
«–¡Cállate!
Cállate, por favor. Ahora que sabemos que estás bien podemos irnos con la
conciencia tranquila. Te deseo lo mejor.»
–Tras
el divorcio malvivo en la calle gracias a la generosidad del samaritano de
turno. Diré en mi defensa que ya no soy esclavo del alcohol; nada le debo pues
mucho se ha cobrado.
–¿Y
esa «invisibilidad»? –le achucha la sargento.
–Malena,
mi hija. El amor de mi vida. Todo se reduce a ella. Estudia en ese colegio y
por verla unos segundos aguanto el mal tiempo y los agravios. No sabe que vivo
en la indigencia y por eso no quería llamar su atención.
Los
municipales poco pueden hacer. «Volveremos si dan de nuevo una queja. Lo
entiende, ¿verdad?», pregunta la sargento a lo que el otro asiente, resignado.
Ya se marcha del bar, a rebufo de los municipales, cuando la voz imperiosa de
Pedro lo llama desde la barra. «¡Oye, tú!».
–¿Es
a mí?
–¿A
quién si no?
–Dígame.
–No
me gustan los vagos…
–Lo
siento. Yo…
–¡…pero
mucho menos los perdedores! –se impone Pedro con su vozarrón– ¡¡Lucha por tu
hija, carajo, si tanto la quieres!!
–¿Cómo?
–Ven
mañana. A las 6. Limpio y arreglado. Me importa una mierda cómo lo hagas. Vas a
trabajar por lo mínimo que me obligue la ley pero tendrás un sueldo. Te estoy
dando la oportunidad de corregir tu vida.
–Muchas
gracias. De verd…
–¡Una
única oportunidad! Fállame un tanto así –la distancia entre pulgar e índice no
permite el paso de un pelo–, y te hecho a patadas.
»Y
ahora lárgate.
Los meses han pasado y
en el hombre apenas queda rastro del antiguo mendigo. Con un préstamo de su
jefe, devuelto en forma de horas extra, ha alquilado una pequeña habitación a
una hora de distancia y aún así ni un día ha llegado tarde al trabajo. Desde su
atalaya puede disfrutar de la visión de Malena, acompañada en más de una
ocasión por quien fuera su esposa, pero no es hasta hoy cuando Ester entra en
el bar. Nunca sabrá que Pedro ha tejido el encuentro.
–Te
veo muy bien, Ernesto.
El
hombre da un respingo cuando cruza la mirada con esos ojos color chocolate que
tan bien recuerda, siendo incapaz de contener el llanto para sorpresa de la
mujer y hartazgo de su jefe.
–¡Sentaos
en esa mesa, carajo! Me espantáis a la clientela con tanto drama.
–Gracias
–dice Ester a la maciza figura de Pedro.
–Quitaos
de mi vista –gruñe el otro, incómodo.
Ya
sentados, Ernesto pide perdón por todo el daño provocado. «Lo siento, lo
siento, lo siento,…», repite hasta la extenuación a la manera de un mantra y
Ester, quien venía con intención de cobrarse una antigua deuda, no puede evitar
sentir cómo se le pone blandito el corazón. «Lo que más me dolió es que no
lucharas por tu hija», le dice con una pena honda, sin reproche alguno.
–Lo
sé –contesta Ernesto, cabizbajo.
–Bien.
Está decidido. Mañana verás a Malena. Solo te daré una oportunidad; piensa qué
le vas a decir.
Y Ernesto
recupera por fin una sonrisa que perdió hacía tres años, con el Betis de nuevo en
la semifinal de la Copa del Rey.
B.A.: 2022