El 16 de noviembre de 1974, desde el radiotelescopio de Arecibo (Puerto Rico), se envió un mensaje de radio al espacio con información sobre el planeta Tierra y la especie humana que tardará 25 milenios en llegar a su meta, un cúmulo de estrellas llamado M13. «Mensaje de Arecibo: Relatos desde el planeta Tierra» está dedicado a este solitario cowboy del espacio; espero que mis relatos aplaquen la soledad de su destino final.
miércoles, 10 de diciembre de 2014
Finis Terrae
jueves, 6 de noviembre de 2014
Leyenda urbana
viernes, 17 de octubre de 2014
jueves, 25 de septiembre de 2014
Una moneda para Caronte
martes, 9 de septiembre de 2014
Un cuento antes de dormir
lunes, 30 de junio de 2014
Una extraña libertad
jueves, 19 de junio de 2014
La anciana que robaba libros de Harry Potter
martes, 3 de junio de 2014
Confidencias de un superhéroe anónimo
martes, 13 de mayo de 2014
Pertenecemos a una nueva raza
lunes, 28 de abril de 2014
«Al fin nos encontramos». Una fantasía
(1508)
viernes, 11 de abril de 2014
Punto de inflexión… ¡Exterminio!
martes, 1 de abril de 2014
El fuego robado: un relato de terror clásico
jueves, 20 de marzo de 2014
«A través del espejo». Pura magia
La ciudad amaneció envuelta como un inmenso regalo. Los carteles se hallaban colocados por doquier, en sitios y a alturas imposibles, anunciando, blanco sobre rojo, lo siguiente:
La compañía Guonderlán contrató para la ocasión una pequeña nave de fachada roja situada en un polígono industrial a la entrada de la ciudad, entre una gasolinera Purgoils y la empresa de bricolaje Hermanos Machado, y sus propios miembros fueron los encargados de adecentarla, limpiando a conciencia y pintando un par de estancias que llenaron con mobiliario IKEA.
El día de la representación el pequeño aforo estaba completo. Siete filas con siete sillas cada una ocupadas por el público más variopinto, a excepción de aquellas que mostraban un cartelito escrito a mano con la palabra «Reservado». Una silla de cada fila, siete en total. Frente a los asistentes se desplegaba una enorme pantalla de vinilo. La puerta por donde entraran tras cruzar una pequeña recepción de tonos rojizos con mobiliario a juego quedaba a la izquierda, mientras que en el lado opuesto otra puerta, de factura similar, se hallaba cerrada.
Al matrimonio compuesto por Alfredo y Muriel lo acompañaban sus dos hijos: Carol de siete años y Jorge de cuatro. Mientras el hombre parloteaba sin parar a través de su teléfono móvil, cerrando tratos y amenazando a la competencia bajo la mirada reprobadora de los más cercanos, la mujer manejaba como podía a los críos, siempre al borde de un ataque de nervios. Juan, contable y eterno soltero, mordisqueaba absorto una chocolatina mientras Nora, dos filas por delante de él y a su derecha, borraba los mensajes de su enésimo exnovio. Una pareja de monjas ecuatorianas, un albañil vestido con la ropa de faena y un atracador con cara de hurón quien había visto en el espectáculo la manera idónea de librarse durante unas horas del acoso policial, eran otros de los cuarenta y dos rostros que esperaban el comienzo de la función.
Las luces se atenuaron y el público guardó un silencio respetuoso que obligó a Alfredo a desconectar el móvil. Para sorpresa de todos, en vez de la proyección esperada, una hilera de personas envueltas en telas color tierra, a la manera de espectros surgidos de la pluma de Dickens, entró en la sala para sobresalto de los más pequeños. Cada una de ellas se colocó ante una de las sillas reservadas, le dio la vuelta y se sentó. Nadie se movía; apenas se respiraba. Alguien de la primera fila dio un giro de ciento ochenta grados a su silla ante lo que el resto del público, roto el hechizo, hizo lo mismo, sorprendiéndose todos ellos de ver otra pantalla desplegada donde antes era el muro a sus espaldas. La luz desapareció y el espectáculo dio comienzo.
* * *
Los espectadores salieron por la puerta situada a su izquierda, atravesando una pequeña recepción pintada de verde con mobiliario a juego. Juan y Nora iban agarrados del brazo, directos al restaurante donde iban a celebrar su tercer aniversario de noviazgo. Las entradas del espectáculo eran el regalo de Nora, gran amante de las pequeñas compañías teatrales; Juan, como devorador confeso de comedias románticas, esperaba la reacción de la joven cuando descubriera el anillo de diamantes en el fondo de su copa. Alfredo, recién divorciado, llevaba a Carol y a Jorge agarrados de la mano, su primera salida juntos desde la traumática separación. El psiquiatra de los chicos aseguraba que ese tipo de salidas ayudaría a cerrar algunas heridas y así parecía haber ocurrido pues los pequeños sonreían y gritaban encantados ante la perspectiva de una pizza margarita. Tras ellos Muriel, con el móvil en la mano, respondía a la llamada perdida de su marido, mientras un joven sacerdote con cara de hurón indicaba amablemente a dos jóvenes ecuatorianas la parada de autobús más cercana. Llevaban apenas una semana en la ciudad, donde residirían como estudiantes, y aún no se manejaban del todo bien por ella. Y así un total de cuarenta y dos vidas vuelta del revés como un calcetín en el tiempo que duró la función de la compañía Guonderlán. No eran vidas mejores ni peores las que cruzaron la pequeña recepción de tonos verdes, y quizás terminaran siendo infelices, pero lo cierto es que aquel día pocas nubes amenazaban su horizonte.
Ya conoces la existencia del mágico espectáculo de la compañía Guonderlán. Puedes tildarlo de cuento de hadas o de leyenda urbana, pero si mañana tu ciudad apareciera inundada de carteles anunciadores de una única función del espectáculo A través del espejo, te pregunto a ti, lector: ¿Comprarías una entrada sabiendo lo que sabes ahora? Piénsatelo.
miércoles, 12 de marzo de 2014
El color de tus tacones
Ese fin de semana había verbena en el barrio. Esperábamos en el andén del cercanías la llegada de nuestro viejo amigo Mario entre chistes, risas y bravuconerías propias de la edad, y para grata sorpresa de los chicos de la pandilla –y suspicacia malintencionada de las chicas–, se presentó acompañado de su prima, de nombre Tina, pelo ondulado y un metro setenta de altura, aumentada en al menos ocho centímetros por los zapatos de tacón de aguja modelo Navigation que vestía –este último dato me fue suministrado por mi buen amigo Pareja, grafitero en sus momentos de rebeldía que para esas cosas tiene un ojo clínico que raramente falla–. Intenté el acercamiento desde el primer instante, pero todos mis esfuerzos por romper el hielo se estrellaron estrepitosamente contra los muros de defensa levantados, sin razón aparente, por la chica.
viernes, 28 de febrero de 2014
Epílogo en el Segundo Octante
lunes, 10 de febrero de 2014
Dispara a la cabeza («En manos del destino» Parte 2)
viernes, 7 de febrero de 2014
En manos del destino
viernes, 24 de enero de 2014
Las reglas del Muerto
–La
bola blanca es la negra.
–Y entonces… ¿Cuál es la blanca?
–Él, por supuesto.
El bar del Muerto es un tugurio nada recomendable
situado en la zona más deprimida de la ciudad. Recibe el apodo de su rostro
cetrino, ojeroso y grasiento, y regenta el local desde hace más de veinte años;
un traspaso de su anterior y devoto propietario que lo había inaugurado en la
década de los 60 con el nombre de
Media docena de habituales miran con suspicacia hacia
la mesa de billar, atentos al extraño que ha irrumpido en la monotonía hecha de
silencios, cerveza derramada y humo de cigarrillo que ninguna ley antitabaco
podría eliminar de El Muerto. Había llegado unas horas antes, todo sonrisas y
vaharadas de perfume caro, intentando hacerse un hueco entre la hosca clientela
a base de pagar rondas. Se veía a leguas que iba hasta arriba de droga y para
calentar aún más los ánimos se le antojó jugar al billar. Con la intención de
cerrar el día sin problemas, el Muerto decidió hacerse cargo del extraño. Y en
eso estaba, enseñándole las reglas del local.
–Estás de broma. ¿No?
–¿Tengo cara de bromear? Él es la bola blanca –y de
nuevo señala hacia el tapete verduzco que nunca tuvo tiempos mejores; hacia el
pequeño roedor, un hámster ruso para más señas, que devora con ansia una
palomita de maíz sentado en el sitio reservado a la bola blanca.
El hámster es una pequeña pelota gris, de patas
blancas y una línea más oscura, tan desviada como una carretera secundaria, que
le cruza el lomo. Cuando él llegó, obstinado en hacer de bola blanca –que quedó
relegada a hacer las funciones de la negra–, la mitad de las bolas del billar
ya habían sido sustituidas por otras de distintos tamaños y no necesariamente
esféricas, pérdidas mucho tiempo atrás. Nadie sabía de dónde venía ni quién lo
había enseñado a jugar, y poco que les importaba; simplemente lo aceptaron como
a uno de los suyos. El jugador se limitaba a señalar con el taco el punto al
que golpear y hacia allí se lanzaba el pequeño roedor, que desencadenaba con la
fuerza de su carrera un tsunami de colores y golpes que se expandía por toda la
mesa. Los parroquianos estaban convencidos de que la bola blanca de un billar
convencional se movería exactamente de igual forma; y estaban dispuestos a
defenderlo ante cualquiera.
–Esas son las reglas del Muerto... Nuestras reglas.
¿Jugamos o no?
* * *
Esta
noche ha habido partida de billar en El Muerto. Se juega con las reglas del
billar americano Bola 8, con dos peculiaridades: la bola blanca es la negra y
un pequeño hámster hace las veces de blanca. Esas son las reglas del Muerto.
Borrachos, estafadores, perdedores,… gentuza de la peor calaña, los
parroquianos de El Muerto son individuos sin conciencia ni honor que venderían
a su madre por una cerveza; miembros de familias desestructuradas o que ellos
mismos se encargan de destruir. Mala gente que hace unos instantes saltó como
un solo hombre cuando el taco de billar de un extraño golpeó a escasos
milímetros del roedor –¡Maldito cabrón tramposo!, apostilló al fallar por
tercera vez el tiro–. Ahora su cuerpo se halla tirado de cualquier manera
frente a una pequeña capilla dedicada a San José, la sonrisa rota y la
fragancia del perfume con el que se embadurnó para salir de marcha solapada por
el olor metálico de la sangre, y escrito con buena caligrafía, sobre la página
de un periódico deportivo, puede leerse: «No
eran sus reglas».
B.A., 2014