martes, 21 de enero de 2020

Ocurrió en Chamalán



Érase una vez una pequeña aldea de nombre Chamalán. Si la buscas en los mapas no la localizarás pues se encuentra más allá de donde muere el arcoíris, en un precioso valle abrazado por enormes montañas siempre coronadas de nieve. Un río de aguas cristalinas nutre con placidez las oscuras tierras de cultivo, cubriéndolas de lozano verdor, y árboles frutales de la más diversa índole dan sombra y suculentos frutos a los vecinos durante todo el año. Por cierto… ¿Os he dicho ya que Chamalán está habitada por animales? ¡¿No?! Me lo temía.

Por supuesto se producían algunos roces entre los vecinos, como aquella vez en la que Tony Zorro vendió una sortija falsa a Paca Asno; o aquella otra en la que los gemelos Mapache robaron las galletas recién horneadas de Carlos Oca; o aquella otra en la que Napoleón Cerdo, el alcalde, convirtió las calles en un lodazal para dar la bienvenida a su numerosa familia; o aquella otra... Bueno, creo que podríamos abreviar diciendo que era una agradable comunidad en la que se convivía en razonable armonía, pues los vecinos entendían los pequeños vicios y defectos de los demás como algo natural, aceptándolos de buen grado.

Ahora bien, aunque Doña Luisa Urraca era de lo más tacaña, las hermanas Gallina no dejaban de cacarear y a Antonio Gato había que bajarlo un día sí y otro también del árbol al que trepaba, lo que nadie en la aldea podía soportar eran los ronquidos de Bernardo Oso. ¡Y eso que su osera se hallaba en una de las montañas más altas! Pero es que el grandullón y peludo plantígrado era capaz de hacer temblar hasta la casa más alejada de la aldea con sus resuellos, situación que empeoraba durante los meses de hibernación. Tal era así que tras una noche especialmente mala los vecinos se reunieron con el alcalde para presentarle sus quejas.

—¡Mis pequeños no pueden descansar y por el día están inagua-gua-guantebles! —ladraba lastimera Jaimita Galgo.

—Estoy tan estresada que mmmis ubres dammm requesómmm —mugía triste Lola Vaca.

—Al meeenos tu terneeero pueeede disfrutaaaar del requesónnn… —balaron las ovejas como una sola—. Nosotras sólo daaamos leche desnataaadaaa…

Tantos fueron los argumentos en contra que Napoleón Cerdo no pudo más que solicitar avíos de escritura a su secretario, el señor Comadreja, para firmar de su pezuña y letra la orden de expulsión del caído en desgracia.

Ya mojaba la pluma en el tintero que solícito le tendía su secretario cuando un inesperado redoble de tambor hizo vibrar las paredes de piedra que rodeaban el valle, dejándolos a todos paralizados. A la sorpresa le siguió una buena pizca de curiosidad y a esta el miedo más desorbitado al ver cómo un numeroso grupo de individuos, de especie desconocida, doblaba la esquina para tomar la plaza del ayuntamiento con evidente actitud hostil. Mamíferos en apariencia, su cuerpo recordaba mucho al de Chita Chimpancé, aunque no lucían el espeso y bello pelaje de esta. Empuñaban agujones afiladísimos que dirigían a la muchedumbre y se cubrían con un caparazón que brillaba como el agua con las luces de la mañana.

—¿Qué prodigio es este? —gruñó el que parecía ser el jefe de la manada al toparse con el concurrido grupo. Montaba a lomos de un pariente de Paca Asno, bien lejano sin lugar a dudas, pues la luz de la inteligencia no iluminaba sus ojos, y desde su elevada posición examinó lentamente los rostros hacia él dirigidos—. ¡Gran día el de hoy! —exclamó satisfecho al término del escrutinio para después, pendón en mano, declarar a voz en cuello:

»¡¡Reclamo esta tierra y todo lo que contiene en el nombre de…!!

—¡¡¡JJJJJJRRRRRRRRRR…!!!

El extraño no pudo terminar las palabras que dirigía a los aldeanos pues un ronquido, el más fuerte que nunca antes se escuchara en el valle, los sacudió con la fuerza de un tornado. Y a este le siguió otro, y otro más, sembrando el temor en el corazón acorazado de los invasores.

—¡¡Nos hallamos ante las mismísimas puertas del infierno!! —gritó asustado el mandamás a sus soldados, intentando en vano imponerse al sobrecogedor estruendo—. ¡Compañeros, huyamos cuanto antes de esta tierra infecta!

Los vecinos contemplaron estupefactos cómo la jauría de invasores huía en tropel de la aldea de Chamalán, descompuestos cual alma que lleva el diablo. Aunque los acontecimientos apenas habían durado lo que diez resuellos, no les resultó difícil comprender que se habían salvado de un terrible peligro gracias a la inesperada intervención de Bernardo.

—¡Pobre Bernardo! —se oyó decir de pronto a Petra Araña—. Seguro que pasa frío en su osera. Voy a tejerle una manta bien calentita.

—¡Y nosotras vamos a llevarle mucha comida! —gritaron entusiasmadas las obreras del clan Hormiga—. Seguro que se despierta con un hambre atroz.

—¡Y miel! —dijo Guillermina Abeja—. No puede faltar miel.

Y de esa forma, poco a poco, todos los habitantes de la aldea agradecieron de la mejor forma que sabían la ayuda que les había prestado, inconscientemente, Bernardo Oso. Y ocurrió que cuando este despertó de su hibernación se vio tan arropado por sus vecinos que también dejó de ver los defectos que los caracterizaban, sumándose gustoso a la mejorada comunidad.

Y fueron felices y comieron lo que cocinaban las perdices.

 

Moraleja: No repudies al prójimo por sus faltas; felicítalo por sus virtudes.


B.A.: 2020

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