Érase una vez una pequeña aldea
de nombre Chamalán. Si la buscas en los mapas no la localizarás pues se
encuentra más allá de donde muere el arcoíris, en un precioso valle abrazado
por enormes montañas siempre coronadas de nieve. Un río de aguas cristalinas
nutre con placidez las oscuras tierras de cultivo, cubriéndolas de lozano
verdor, y árboles frutales de la más diversa índole dan sombra y suculentos
frutos a los vecinos durante todo el año. Por cierto… ¿Os he dicho ya que
Chamalán está habitada por animales? ¡¿No?! Me lo temía.
Por supuesto se producían algunos roces entre los vecinos, como aquella
vez en la que Tony Zorro vendió una sortija falsa a Paca Asno; o aquella otra
en la que los gemelos Mapache robaron las galletas recién horneadas de Carlos
Oca; o aquella otra en la que Napoleón Cerdo, el alcalde, convirtió las calles
en un lodazal para dar la bienvenida a su numerosa familia; o aquella otra...
Bueno, creo que podríamos abreviar diciendo que era una agradable comunidad en la
que se convivía en razonable armonía, pues los vecinos entendían los pequeños
vicios y defectos de los demás como algo natural, aceptándolos de buen grado.
Ahora bien, aunque Doña Luisa Urraca era de lo más tacaña, las hermanas
Gallina no dejaban de cacarear y a Antonio Gato había que bajarlo un día sí y
otro también del árbol al que trepaba, lo que nadie en la aldea podía soportar
eran los ronquidos de Bernardo Oso. ¡Y eso que su osera se hallaba en una de
las montañas más altas! Pero es que el grandullón y peludo plantígrado era
capaz de hacer temblar hasta la casa más alejada de la aldea con sus resuellos,
situación que empeoraba durante los meses de hibernación. Tal era así que tras
una noche especialmente mala los vecinos se reunieron con el alcalde para
presentarle sus quejas.
—¡Mis pequeños no pueden descansar y por el día están
inagua-gua-guantebles! —ladraba lastimera Jaimita Galgo.
—Estoy tan estresada que mmmis ubres dammm requesómmm —mugía triste Lola
Vaca.
—Al meeenos tu terneeero pueeede disfrutaaaar del requesónnn… —balaron
las ovejas como una sola—. Nosotras sólo daaamos leche desnataaadaaa…
Tantos fueron los argumentos en contra que Napoleón Cerdo no pudo más que
solicitar avíos de escritura a su secretario, el señor Comadreja, para firmar de
su pezuña y letra la orden de expulsión del caído en desgracia.
Ya mojaba la pluma en el tintero que solícito le tendía su secretario
cuando un inesperado redoble de tambor hizo vibrar las paredes de piedra que
rodeaban el valle, dejándolos a todos paralizados. A la sorpresa le siguió una
buena pizca de curiosidad y a esta el miedo más desorbitado al ver cómo un
numeroso grupo de individuos, de especie desconocida, doblaba la esquina para
tomar la plaza del ayuntamiento con evidente actitud hostil. Mamíferos en
apariencia, su cuerpo recordaba mucho al de Chita Chimpancé, aunque no lucían
el espeso y bello pelaje de esta. Empuñaban agujones afiladísimos que dirigían
a la muchedumbre y se cubrían con un caparazón que brillaba como el agua con
las luces de la mañana.
—¿Qué prodigio es este? —gruñó el que parecía ser el jefe de la manada al
toparse con el concurrido grupo. Montaba a lomos de un pariente de Paca Asno,
bien lejano sin lugar a dudas, pues la luz de la inteligencia no iluminaba sus
ojos, y desde su elevada posición examinó lentamente los rostros hacia él
dirigidos—. ¡Gran día el de hoy! —exclamó satisfecho al término del escrutinio
para después, pendón en mano, declarar a voz en cuello:
»¡¡Reclamo esta tierra y todo lo que contiene en el nombre de…!!
—¡¡¡JJJJJJRRRRRRRRRR…!!!
El extraño no pudo terminar las palabras que dirigía a los aldeanos pues
un ronquido, el más fuerte que nunca antes se escuchara en el valle, los
sacudió con la fuerza de un tornado. Y a este le siguió otro, y otro más,
sembrando el temor en el corazón acorazado de los invasores.
—¡¡Nos hallamos ante las mismísimas puertas del infierno!! —gritó
asustado el mandamás a sus soldados, intentando en vano imponerse al
sobrecogedor estruendo—. ¡Compañeros, huyamos cuanto antes de esta tierra
infecta!
Los vecinos contemplaron estupefactos cómo la jauría de invasores huía en
tropel de la aldea de Chamalán, descompuestos cual alma que lleva el diablo.
Aunque los acontecimientos apenas habían durado lo que diez resuellos, no les
resultó difícil comprender que se habían salvado de un terrible peligro gracias
a la inesperada intervención de Bernardo.
—¡Pobre Bernardo! —se oyó decir de pronto a Petra Araña—. Seguro que pasa
frío en su osera. Voy a tejerle una manta bien calentita.
—¡Y nosotras vamos a llevarle mucha comida! —gritaron entusiasmadas las
obreras del clan Hormiga—. Seguro que se despierta con un hambre atroz.
—¡Y miel! —dijo Guillermina Abeja—. No puede faltar miel.
Y de esa forma, poco a poco, todos los habitantes de la aldea agradecieron
de la mejor forma que sabían la ayuda que les había prestado,
inconscientemente, Bernardo Oso. Y ocurrió que cuando este despertó de su
hibernación se vio tan arropado por sus vecinos que también dejó de ver los
defectos que los caracterizaban, sumándose gustoso a la mejorada comunidad.
Y fueron felices y comieron lo que cocinaban las perdices.
Moraleja: No repudies al prójimo por sus faltas; felicítalo por sus virtudes.