Felisa tenía las mejores
curvas de todo el barrio. Invitarla al cine podría considerarse la cuota mínima
a pagar por poder presumir de ella ante los amigotes de jarana, pero la
perspectiva cambiaba notablemente cuando te enterabas de que la chica en
cuestión no era de esas que se pirran por una comedia romántica protagonizada
por Hugh Grant o Richard Gere, sino de aquellas otras a las que les pone el
terror.
Hubiera
podido sobrellevarlo si estuviéramos hablando de algo como la versión que
hiciera Coppola de Drácula, una película estéticamente impecable en la que por
mucha sangre que se derrame te sorprende de buenas a primera con frases como
aquella de: «He cruzado océanos de tiempo para buscarte», en boca de un
camaleónico Gary Oldman transilvano capaz de poner tierno al más embrutecido de
los mortales. Pero no. A Felisa le hacía tilín el terror más sanguinario,
cochambroso y desagradable, sin una Annie Lennox que lo dulcificara con su
canto de amor a un vampiro –«Come into
these arms again / And lay your body down», entonaba la buena de Annie–,
pidiéndome que la llevara a ver El
exorcista, versión extendida para más inri, que se proyectaría en el Cine
Palmira dentro de un ciclo bautizado con el sugerente título de Sangre, casquería y puré de guisantes.
¿Podría ser peor? Por supuesto, podría llover.
No
se vayan a creer que soy un mojigato. Lo que ocurre es que a mí no me van los
Krueger, Jason y Jigsaw cuya única razón de ser es convertir en picadillo a los
guapos protagonistas de turno de la forma más retorcida que la mente humana es
capaz de imaginar. A mí lo que realmente me gustan son las explosiones, los
coches lanzados a todo gas y los rayos láser, fiu-fiu. Aun así estaba decidido a triunfar, y para ello fui a ver
la película la tarde antes del día F –F de Felisa, of course–, yo solo, con mi resolución como única armadura. La niña
del exorcista y sus vómitos verdes no me dejarían en mal lugar ante mi
curvilínea cita.
Una
leyenda urbana afirmaba que en el Cine Palmira había un fantasma. ¡No se rían,
por favor!, pues no eran pocos los que aseguraban haber visto sombras
proyectadas sobre la pantalla o notado una respiración cálida en el cogote sin
tener a nadie detrás. Y además estaban las muertes. Cinco ataques al corazón
desde su inauguración, a los que habría podido sumarse dos más si no hubiera
sido por la intervención in extremis del servicio de Urgencias. Pero esa mala
prensa, en vez de espantar a los espectadores, los atraía como el ganador de la
última edición de OT a un grupo de adolescentes y así, el día en que iba a
enfrentarme a mis demonios, me vi en una sala llena hasta la bandera,
sentándome junto a un individuo que parecía venir más a ver la última de Disney
que la lucha del padre Merrin contra el demonio Pazuzu, tal era el cargamento
de chucherías que portaba.
La
experiencia resultó peor de lo esperado, y si la niña bajando la escalera
mientras hacía el pino puente me puso la piel de gallina –recuerden que era la
versión extendida– y con el giro de cabeza imposible tuve que ahogar un grito
nada masculino, la ducha de vómito verde que recibe el sufriente padre Karras
me hizo dar tal respingo que a punto estuve de tirarle las palomitas a mi
compañero de butaca, por mucho que la cultura popular me hubiera preparado para
tan impactante imagen. Y ese crucifijo… Bueno, creo que basta con que diga que
enfilé el final de la película mareado por un cóctel explosivo de terror y asco
a partes iguales, llegando a preguntarme si realmente merecía la pena semejante
tortura por los encantos de Felisa.
Así
estaban las cosas cuando sentí cómo una repentina bajada de temperatura
acicateaba mi cuerpo hasta hacerme castañear los dientes. Miré en torno a la
búsqueda del origen de semejante frío y cuál no sería mi sorpresa cuando vi que
la sala se hallaba totalmente desierta; sólo la proyección de la película
acompañando mi soledad. Y de pronto era yo quien estaba en esa habitación
gélida donde el padre Merrin perdía la vida a los pies de una cama con las
maderas acolchadas, expeliendo bocanadas de vaho, y eran mis manos, no las del
padre Karras, las que estrangulaban a Regan. Entonces fui poseído por una
presencia demoníaca y hubo ruido de cristales, y un salto al vacío, y mi cuerpo
lacerado rodó a todo lo largo de una escalera de fría piedra, quedando
desmadejado en la calle, entre charcos de sangre, mientras una mano amiga
acompañaba mi último hálito de vida.
Volví
a la platea del cine, desaparecido el vaho pero no el frío. La mano amiga era
la de mi accidental compañero de película y el dolor que me recorría el cuerpo
el resultado de las maniobras de reanimación de los sanitarios. Pero ya nada
pudieron hacer. Se certificó mi muerte como un ataque al corazón pero yo sé, y
ahora también ustedes, que fui la octava víctima del fantasma del Cine Palmira.
No
sé la razón por la que el fantasma me eligió a mí en aquella ocasión, pero sí os
puedo asegurar que su ansia de muerte es mucha y que volverá a atacar.
Quedan
advertidos.
B.A.: 2020