Inspirado en hechos reales
Desde muy pequeño supe
que un ángel velaba mis sueños. Mi madre, como madre que era, siempre escuchaba
tan extraordinaria afirmación con una dulce sonrisa en los labios, alentándome
a contarle los pormenores tras prepararme un gran tazón de Cola Cao. Mi padre,
en cambio, nunca fue dado a confidencias. Aunque nuestra relación siempre ha
sido correcta, de cariñoso tiene lo justo, por razones pasadas y familiares que
nunca tuvo necesidad de revelarme, y resolvía la cuestión con un gruñido
incrédulo que disparaba con certeza de francotirador por encima del libro que
estuviera leyendo en ese momento. Pero mi ángel de la guarda existía y cada
noche notaba su presencia como una cálida presión sobre la espalda que me
ayudaba a vadear las aguas embravecidas por los vientos oscuros de las
pesadillas.
Se
ve que a mi ángel solo le habían asignado el turno de noche. Quizás sufriera
insomnio, como le ocurría al protagonista de Taxi Driver, o a lo mejor estaba pluriempleado
y por el día trabajaba de guardia de seguridad en unos grandes almacenes. ¡Qué
sé yo! La cuestión es que en el colegio sufrí el acoso de algunos niños de
cursos superiores, lo que ahora se conoce como «bullying»,
y mi ángel nunca me defendió de ellos con espada flamígera en mano. El problema
se resolvió favorablemente cuando la naturaleza quiso obsequiarme de la noche a
la mañana un palmo más de altura que no dudé en aprovechar, en ocasiones de
forma contundente, para qué lo voy a negar, y la vida siguió de esa manera hasta
que un buen día, coincidiendo con mi décimo cumpleaños, mi ángel desapareció
para siempre sin notificación previa.
Me
enfadé con él durante una buena temporada, rebelándome contra la religión en
general y la jerarquía angelical en particular, hasta que mi madre consiguió
disolver la amargura del abandono asegurando, con la certeza con la que solo lo
puede hacer una madre, que se había ido porque yo ya no lo necesitaba, como lo
hacía Mary Poppins cuando el viento soplaba del oeste. Acepté a regañadientes
que ayudara a otros niños que lo necesitaban más que yo pero aún así, sobre
todo en los días de tormenta, echaba de menos su calidez en mi espalda.
Hoy hace una semana
que vino al mundo Ángela, su tercera noche bajo el techo de nuestra modesta
vivienda. Ha sido un día especialmente duro para mi esposa, y entre toma y toma
nocturna, se ha rendido a un apacible sueño del que no la he querido despertar
cuando la pequeña reclamó por vigésima vez nuestra atención. Así que me he levantado,
calmando su intranquilidad como buenamente he podido, para después dejarla
suavemente de nuevo en su cuna. Y como padre novato, acongojada y acojonada el
alma por aquel terrible mal al que los médicos llaman muerte súbita del
lactante, le he puesto la mano en la espalda, buscando su respiración. En ese
preciso momento he sabido que mi ángel de la guarda realmente existió, y que
estaba más cerca de lo que jamás hubiera creído.
Mañana
preguntaré a mi padre sobre ello, aunque sé que solo hablará en presencia de su
abogado. Mi padre… ese ángel silencioso que protegió los sueños de mi infancia
de males reales e imaginados. Mi cuerpo cálido y vulnerable pudo más que la
armadura de hielo con la que se cubrió con testaruda obstinación, y por eso,
aunque algo borrosas, se ganó sus alas con el tañido de unas campanas
anunciando el nuevo día.
B.A.: 2.017
Este relato forma parte del libro recopilatorio Ahora, que nadie nos oye, déjame que te cuente, resultado del gran esfuerzo realizado por David Rubio Sánchez desde su blog Relatos en su tinta.
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