–No es más que un pirata.
–¡Un pirata! ¡¿Un pirata, dice?! ¿Acaso bebo ron y
tengo un loro sobre el hombro que me ríe las gracias?
–No sé si tiene un loro ni sus preferencias en el
beber pero ha abordado mi navío, haciéndome prisionero por la fuerza, y eso,
señor mío, es cuanto hacen los piratas.
–¡Por San Jorge! Soy corsario de Su Majestad
Británica, así que no me insulte.
–Corsario, pirata,… No veo la diferencia.
–¿He de mostrarle mi patente de corso?
–El que robe, mate y violente con el beneplácito
de su rey no me hará cambiar de opinión.
–Tómese su té, señor Dombey, no se le vaya a
enfriar.
El aristócrata y botánico Joseph Dombey remueve el
contenido de su taza con una cucharilla de plata, con seguridad fruto del
pillaje a algún navío compatriota pues su exquisito repujado es de evidente
estilo francés. Nunca ha soportado el té con leche, y menos con los dos
terrones de azúcar que le ha añadido su «anfitrión» sin consulta previa, pero
está en ese camarote para negociar su libertad y si ello exige martirizarse el
paladar con tan edulcorado brebaje hará de tripas corazón.
Más allá del ventanal por donde entra la luz
natural en la cabina, el prisionero puede ver cómo un denso rebaño de oscuras
nubes se desplaza velozmente de izquierda a derecha. Quién sabe si forma parte
de la tempestad por la que ha caído a manos de los corsarios o de la formación
de una nueva; no quiere ni imaginarse cómo será navegar por esas aguas del
Caribe en plena época de huracanes. Tras un nuevo sorbo a su té, repentina
arcada oculta tras la taza de porcelana, vuelve a dirigirse al corsario para
pedir su liberación.
–Señor…
–Llámeme Smith. John Smith. Como si fuera un
expósito del Foundling Hospital de Londres.
–¿Acaso no es su verdadero nombre?
–Son «varios» mis verdaderos nombres, vistiéndolos
según la ocasión.
–¿Y cuál es la razón de usar conmigo el de un
huérfano?
–Sé que no hay nada más incómodo para un aristócrata
estirado como usted que el saberse en manos de un desheredado.
–Extraño juego el suyo… Señor Smith.
–Juego de piratas –le contesta el otro con
evidente mala fe.
–En fin, señor Smith –continúa Joseph Dombey con
forzado aplomo–. Estoy ante usted para solicitar mi inmediata liberación pues
viajo a la ciudad de Filadelfia en misión oficial de la República.
–Ah, sí, su misión… Aquella por la que se disfrazó
de marinero cuando tomamos su navío y quiso engañarnos con un más que
deplorable español.
–Debía intentarlo.
–Me hago cargo. Y esa misión es…
–No puedo rebelársela aunque no es perjudicial en
modo alguno para su país.
–Eso lo decidirá el gobernador de Monserrat, isla
hacia la que nos dirigimos.
–¡Esta situación es inaceptable!
–Mire, señor Dombey. Ha tenido la mala suerte de
ser reconocido por un compañero más ilustrado que yo. No debe dudar de la total
legalidad de su retención como igual de legítima será la petición de rescate
que haremos llegar a sus compatriotas.
»Aunque le cueste creerlo, yo soy su mayor valedor
ante el gobernador. Así que cuénteme, por favor.
Joseph Dombey se toma unos instantes para
reflexionar pues es consciente de no haber sido totalmente franco con el
corsario. Tras dos expediciones botánicas que acabaron con buena parte de los
especímenes perdidos y el menoscabo de su salud física y mental, el gobierno
francés, a fin de estrechar lazos con unos Estados Unidos recién
independizados, le había encomendado la ambiciosa misión de viajar hasta
Filadelfia con dos singulares piezas de cobre: una vara y una pesa, los
estándares de longitud y masa de medición franceses. La idea era presentar
sendos objetos a Thomas Jefferson, el secretario de estado estadounidense, a
fin de que éste convenciera al congreso para su adopción nacional. En caso de
completar de manera satisfactoria la misión encomendada no solo se facilitarían
los tratos comerciales con Estados Unidos al utilizar las mismas unidades de
medida sino que supondría un doloroso revés para la pérfida Albión pues hasta
entonces la naciente potencia de ultramar se regía por el modelo imperial
británico.
–Mucho me temo que me es imposible –contesta el
prisionero apesadumbrado pero con firmeza.
–Entonces, señor Dombey, podemos dar por terminada
nuestra conversación. Espero que el gobernador de Monserrat tenga más suerte.
»¿Otra taza de té?
Las fiebres martirizan el cuerpo consumido de Joseph Dombey. No ha
vuelto a saber del llamado señor Smith desde su desembarco en Monserrat, donde
lo dejara a cargo del gobernador de la isla, responsable de tramitar la
solicitud de rescate. En la celda donde se haya cautivo los días pasan
inexorables, unos iguales a otros, mezclándose presente, pasado y futuro en realidades
imposibles. Espera que el gobierno de la República acepte con prontitud las
exigencias de Su Majestad y confiando en que sus captores hayan respetado las
piezas de cobre de tan singular valor cae en un sueño del que ya nunca
despertará.
Antes de la oscuridad eterna se le presenta la imagen
de un futuro en el que la nación estadounidense permanece fiel al modelo
británico, y aquello a lo que el moribundo, con las últimas migajas de
consciencia, toma por un simple delirio fruto de las calenturas para otros, quizás
iluminados por una fuerza o ente superior, se les antojaría como una nefasta premonición.
B.A.: 2025