El 16 de noviembre de 1974, desde el radiotelescopio de Arecibo (Puerto Rico), se envió un mensaje de radio al espacio con información sobre el planeta Tierra y la especie humana que tardará 25 milenios en llegar a su meta, un cúmulo de estrellas llamado M13. «Mensaje de Arecibo: Relatos desde el planeta Tierra» está dedicado a este solitario cowboy del espacio; espero que mis relatos aplaquen la soledad de su destino final.
Sólo las poderosas
manos de los dioses podrían haber elevado esos enormes monolitos hacia los
cielos, las huellas de su divino paso por el mundo terreno. Semejante obra
magna escapaba de las garras de la naturaleza salvaje como lo hacía de la
primitiva comprensión de los hijos de hombre, y si bien era cierto que se
hallaba en un estado muy avanzado de abandono, olvidada tiempo ha por
quienes la moldearon, a ellos no correspondía entender los actos inescrutables
de los Elevados sino venerarlos, como siempre recordaba el Primer Sabio a su
rebaño de fieles.
Broadway,
Pepsi, Wall Street, 5 AV, McDonald´s, Manhattan,… El incomprensible
lenguaje divino se hallaba impreso por doquier ante los asombrados ojos de los
hijos de hombre, semejante a las enrevesadas huellas que dejan los pájaros
sobre la arena mojada en su búsqueda de un molusco que echarse al buche. Hasta
la llegada de un iluminado que supiera interpretarlo, los acogidos bajo la
paternal guía del Primer Sabio se limitaban a cumplir su labor para con la Gran
Madre, quien los abastecía en su infinita gracia de refugio y alimento,
agradeciéndoselo con toda clase de sacrificios y danzas rituales cuando Su
Hijo, el del áureo cabello, alcanzaba su altura máxima en el cielo, punto
álgido sobre el que pivotaba la sencilla vida de aquella primitiva sociedad al marcar el
inicio de la cosecha.
Dos
veces al año, unos días antes y otros después de la Ascensión del Hijo, la luz
del atardecer se alineaba a la perfección con la obra divina, fenómeno
especialmente grandioso en los pasos marcados con los caracteres divinos W 34 th St y W 42 nd St. En ese momento, el de la faz ardiente arrancaba
reflejos de oro a las superficies pulidas de los monolitos para formar un
corredor de luz donde los hijos de hombre allí congregados podían sentir cómo
se henchía de energía su yo interior, sintiéndose en comunión con la Gran
Madre. Tras concluir los festejos de agradecimiento los fieles, ahora
renovados, volverían a sus quehaceres como cazadores y recolectores.
En
pocas lunas ocurriría la Ascensión del Hijo y hacia la huella de los dioses se
encaminó la tribu en respetuoso peregrinaje. En su camino harían noche en la
isla de la diosa del brazo en alto, mensajera de la Buena Nueva, tras cruzar sus aguas
sagradas en las embarcaciones portadas en andas desde el poblado entre cánticos, rezos y danzas
de regocijo.
Quizás fuera el
comienzo de una nueva Edad de Hielo o tal vez sólo una brusca y persistente
bajada de las temperaturas provocada por el aleteo de una mariposa allá en los
confines del mundo. Sea como fuere, el frío se prolongaba tanto en el tiempo
que los hijos de hombre empezaron a ver con desesperación cómo los animales
perecían congelados y los brotes verdes de las cosechas se negaban a salir.
Anciano alguno fue testigo con anterioridad de semejante catástrofe; de alguna
forma habían enfurecido a los dioses y estos los expulsaba del Paraíso.
En
grave asamblea en torno al fuego que abastecía de luz y calor al poblado, el
Primer Sabio propuso a sus protegidos un doble éxodo a fin de asegurar el
futuro de los hijos de hombre. El grupo principal, donde se incluirían a la
totalidad de los ancianos y de los niños, lo haría por tierra, encabezando él
mismo la marcha en pos de los animales salvajes en migración hacia zonas más
cálidas. El otro, menos numeroso y a cargo del Segundo Sabio, se embarcaría en
una peligrosa odisea marítima para cruzar el mar, donde según las leyendas les
aguardaba una tierra de verdes valles y largos ríos llenos de vida.
Cuando
ambas expediciones estuvieron preparadas, los dos grupos de hermanos se
despidieron entre lágrimas y deseos de buena suerte, sabedores de no volver a
encontrarse de nuevo en la vida mortal.
Más de cien
generaciones habían transcurrido desde que los hijos de hombre pisaran la nueva
tierra allende el mar, uniéndose en pacífica convivencia con el pueblo allí
establecido, adoradores como ellos de la Gran Madre y de Su Hijo. En la
tradición oral de la nueva comunidad quedó perpetuada la Gran Migración como
una leyenda sobre sus orígenes ancestrales, historia que compartían los viejos
al abrigo de un buen fuego en las frías noches de verano.
Nada
quedaba ya del paso de los antiguos dioses por el mundo terreno. Desde tiempos
remotos toda huella divina había sido borrada de la faz de la tierra a causa de
catástrofes naturales o de la incesante acción de los elementos, quedando para
los hijos de hombre un mundo virgen en el que dejar su propia huella.
Como
fieles adoradores de la Gran Madre y de Su Hijo, el Primer Sabio decidió
levantar, a semejanza de lo recogido en las viejas leyendas, una estructura
circular de enormes monolitos de piedra; un recinto que se alinearía
perfectamente con El Hijo cuando su fulgor alcanzara la máxima altura en el
cielo, invitándolos con su dorada sonrisa a iniciar la cosecha.
Siglos
después, los descendientes de aquellos hijos de hombre conoceremos esa
estructura con el nombre de Stonehenge.