La Luna se apagó y muy
pocos lo notaron. En un mundo tecnificado, de almas artificiales y sueños sobre
ovejas eléctricas, no había cabida alguna para los soñadores, y los enamorados
ya no suspiraban a la luz de las estrellas.
Tiempo
hacía que el cambio climático era una realidad. Las mareas se habían vuelto
imprevisibles y las estaciones duraban lo que su antojo, unas veces más, otras el
equivalente a un encogimiento de hombros. Así las cosas, cuando la vida transcurría
en el seno de realidades virtuales en alta definición, quiso la Luna entender
que había llegado el fin de su tiempo y entonces se dejó morir. Lenta, muy
lentamente. De ella sólo quedó un pedazo de roca esférica sin luz alguna, eternamente
eclipsada y en órbita de veintiocho días, y su árida superficie fue mancillada
por publicistas que la consideraron el lugar idóneo para colocar grandes pantallas
de cristal líquido desde donde promocionar el producto indispensable del
momento.
La
diosa Selene se durmió y muy pocos la arroparon, y de su faz taciturna, una única
lágrima de luz cayó sobre la superficie de su eterna compañera de viaje, que en
extraordinaria alquimia dio lugar a un niño de cara de luna llena.
El niño caminaba por
la playa, cabizbajo. Hacía un viento fortísimo y su pelo enmarañado se hallaba emblanquecido
a causa de la sal marina. Vestía un chaquetón enorme de corte indefinido, y un
pantalón a rayas negras y rojas que parecía sacado de una vieja película de
piratas rodada en Technicolor. Sus pies descalzos, encallecidos pues nunca usaron
zapatos, eran inmunes a los afilados dientes de cuanta concha o piedra hallaban
en su camino.
Nadie
reparaba en él. El pequeño era un alma más de las muchas que deambulaban por
aquella tierra inhóspita desprovista de corazón, y sin embargo nada tenía que
ver con tantos otros náufragos de la vida. Un observador atento vería cómo las
aguas se sentían atraídas por su escuálida presencia hasta besar con amor sus
pies desnudos y los días, caprichosos desde tiempo atrás, ajustaban su duración
a la cadencia de sus pasos.
El
niño, quien no respondía a nombre alguno, se hallaba sumido en una perpetua turbación
que duraba desde su primer recuerdo. Era incapaz de saber de dónde venía ni hacia
dónde se dirigía. Dedicaba las jornadas a la mera supervivencia, deambulando
sin rumbo fijo en busca de aquello que le diera sentido a su existencia.
Anochecía. El aire se
volvió más frío y el viento arreció con virulenta fuerza. Aunque el mal tiempo
era una constante, el niño no pudo más que sorprenderse cuando vio a dos
jóvenes sentados en la punta de un rompeolas trazado con cubos de hormigón,
impasibles a los elementos en lucha a su alrededor. Parecían seguir el lento
avance de la roca publicitaria, cuyas pantallas pregonaban con fervor las
virtudes y los beneficios de un buen trago de Tombolina Cola. Hacia ellos puso
rumbo el niño, pues era mucha su curiosidad y nada lo que hacer.
La
joven se hallaba arrebujada entre los brazos y piernas de su pareja. No
hablaban; no se movían. Se limitaban a disfrutar del cuerpo afiebrado del otro
como los enamorados de antaño y junto a ellos, a razonable distancia, se sentó
el niño. Los jóvenes lo dejaron hacer.
–¿No
es una belleza? –rompió inesperadamente el silencio la voz de la chica, dirigiéndose
sin equívoco alguno hacia la figura envuelta en trapos que era el niño.
–No
es más que otro absurdo anuncio de refrescos.
–Las
pantallas no, tontorrón, la diosa Luna.
»Somos
muchos los huérfanos que dejó atrás pero todos conservamos la esperanza de que
algún día vuelva a brillar.
Y
entonces la vio. Jamás hasta ese momento el niño había sido consciente de la
presencia de la Luna, siempre oculta tras una mascarada de colores estrafalarios,
y fue aquel un momento de suprema clarividencia pues entonces supo que su
destino era alcanzarla. Desconocía la razón pero se le hacía insoportable pasar
un segundo más sin poder abrazarla.
Inesperadamente,
el mar ante ellos se plegó, atraído por el niño con una fuerza como nunca antes
conociera el hombre. Los barcos en ruta estuvieron a punto de zozobrar y a todo
lo largo de la costa las aguas se retiraron dejando tras de sí kilómetros de
arena encharcada, peces boqueantes y almejas de brillante concha. Para sorpresa
de los amantes, el niño moldeó con el movimiento de sus manos una lengua de
agua y sal que se elevó al cielo estrellado a la manera del tentáculo de un monstruo
de leyenda. El extraordinario prodigio arropó con extrema delicadeza el menudo
cuerpo y con él en andas fue al encuentro de quien ahora el pequeño reconocía
como su madre perdida.
Cuando
los dos se fundieron en uno sobre la línea del horizonte, los recuerdos del
niño hicieron ver a la Luna que su existencia aún tenía sentido y con una
potente explosión que convirtió en lágrimas de cristal las pantallas sobre ella
ancladas, el satélite recuperó el brillo perdido para dibujar en el cielo la
más bella de las superlunas, sobre cuya superficie los jóvenes pudieron
distinguir unos rasgos infantiles. Las aguas volvieron a su lugar entre salpicaduras
de espuma batida y las mareas, de nuevo reguladas, marcaron desde entonces el paso
de las estaciones.
Aquel
día, los amantes y los soñadores dejaron de ser para siempre jamás huérfanos de
Luna.
B.A.: 2021