Julio César charlaba animadamente, su galante figura coronada de laureles apoyada con despreocupación sobre la barandilla de piedra desde la que contemplaba el lento discurrir del río a sus pies. Refería a Cleopatra toda suerte de trivialidades que su exquisito ingenio debía tornar fascinantes a oídos de la joven reina, engatusando su ánimo y preparándola para la conquista, sin ser consciente de la indiferencia cada vez más evidente de la dueña del Nilo, hastiada de una campaña de seducción que ni le iba ni le venía. Para colmo, la joven sentía clavadas en su cuerpo vestido de finísimo lino las penetrantes miradas de los legionarios cercanos, hirientes como afilados aguijones, hasta que el revuelo de gasas de un grupo de bailarinas, rivales por alzarse con el título de ser la que menos carne ocultaba al público presente, consiguió atraer la atención de los rudos soldados, que entre codazos y bravuconadas dichas a media voz siguieron la danzarina senda de aquellas ninfas descaradas. La soledad de la pareja duró lo que el regreso del monstruo de Frankenstein con las bebidas, para alivio de la chica y bochornoso repliegue del César. Acomodado en el rincón que ocupaba desde el comienzo de la jornada, el conde Drácula celebró la derrota del conquistador de las Galias con una risotada beoda, los ojos encharcados en sangre y alcohol, francotirador impasible siempre dispuesto a dispararle aquello de «Yo nunca bebo vino» al que tenía la mala fortuna de ponerse a tiro.

El 16 de noviembre de 1974, desde el radiotelescopio de Arecibo (Puerto Rico), se envió un mensaje de radio al espacio con información sobre el planeta Tierra y la especie humana que tardará 25 milenios en llegar a su meta, un cúmulo de estrellas llamado M13. «Mensaje de Arecibo: Relatos desde el planeta Tierra» está dedicado a este solitario cowboy del espacio; espero que mis relatos aplaquen la soledad de su destino final.
miércoles, 11 de marzo de 2015
El mundo al revés
Julio César charlaba animadamente, su galante figura coronada de laureles apoyada con despreocupación sobre la barandilla de piedra desde la que contemplaba el lento discurrir del río a sus pies. Refería a Cleopatra toda suerte de trivialidades que su exquisito ingenio debía tornar fascinantes a oídos de la joven reina, engatusando su ánimo y preparándola para la conquista, sin ser consciente de la indiferencia cada vez más evidente de la dueña del Nilo, hastiada de una campaña de seducción que ni le iba ni le venía. Para colmo, la joven sentía clavadas en su cuerpo vestido de finísimo lino las penetrantes miradas de los legionarios cercanos, hirientes como afilados aguijones, hasta que el revuelo de gasas de un grupo de bailarinas, rivales por alzarse con el título de ser la que menos carne ocultaba al público presente, consiguió atraer la atención de los rudos soldados, que entre codazos y bravuconadas dichas a media voz siguieron la danzarina senda de aquellas ninfas descaradas. La soledad de la pareja duró lo que el regreso del monstruo de Frankenstein con las bebidas, para alivio de la chica y bochornoso repliegue del César. Acomodado en el rincón que ocupaba desde el comienzo de la jornada, el conde Drácula celebró la derrota del conquistador de las Galias con una risotada beoda, los ojos encharcados en sangre y alcohol, francotirador impasible siempre dispuesto a dispararle aquello de «Yo nunca bebo vino» al que tenía la mala fortuna de ponerse a tiro.
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