viernes, 28 de febrero de 2014

Epílogo en el Segundo Octante


Botas militares con anclajes de superficie, el seguro de los subfusiles de asalto en la posición «off» y la mira de visión nocturna apuntando hacia lo desconocido. Las figuras blindadas se camuflaban negro sobre negro contra el telón de fondo tendido por el espacio profundo, salpicado aquí y allá por puñados de estrellas que titilaban como sólo lo hacen cuando los dioses se burlan de las preocupaciones humanas. El avance es lento, extremadamente cauteloso, eclipsado por la achaparrada forma de la fragata de vigilancia ARR Aldebarán que apunta desapasionadamente sus cañones contra la nave a la deriva, y de esa forma los dos asaltantes llegan a la escotilla principal, momento de máxima tensión al barajarse la probabilidad del ataque de un artificial en cortocircuito que hubiera asesinado a la tripulación –no sería la primera vez–. Bajo la nerviosa vigía de su joven compañero que apunta el arma hacia lo que pudiera escapar junto con el aire enclaustrado, el oficial al mando destraba los seguros, agarra la manija de apertura y tira de la escotilla, siendo recibido por el aburrido bostezo de una pequeña sala estanco perfectamente equipada. El controlador de la misión da luz verde para la fase 2.
Con ellos entra el frío vacío del espacio, se da una vuelta por la pequeña sala y vuelve a salir con un siseo, dejando solos a los asaltantes. Restablecido el flujo de oxígeno, libre de contaminantes según todas las lecturas, los milicianos desconectan el sistema de soporte vital. El aire posee un leve tufo a descomposición y, temiendo lo peor, la pareja comienza el registro del pequeño vehículo del que tan poco saben, salvo que el número de serie remonta su ensamblado a los últimos años de la primera República Rebisiana.
Mucho ha transcurrido desde que la última pieza de aquella astronave saliera de la empresa de suministros aeroespaciales Industrias Dimaco para ser ensamblada. La estación espacial Rebis, la inmensa rueda del más variopinto material que rodea La Tierra en paralelo a su línea de ecuador, vivía un período de bonanza que duraba ya siglo y medio. Atrás quedaba la dura invasión militar que supuso el fin de la primera República, y los escasos tres meses de Monarquía absoluta –Dios le dio el poder y el pueblo se lo quitó– que precedió a la segunda. Y ahora, sin previo aviso, una reliquia de tan lejanos tiempos rompía el perímetro de seguridad que cercaba el borde exterior del Sistema Solar, declarándose el estado de alerta en el Segundo Octante, y mandando a la fragata de vigilancia ARR Aldebarán en una misión de reconocimiento con licencia para disparar primero y preguntar después.
El misterio se ve acrecentado cuando los asaltantes descubren el más variopinto armamento, de una antigüedad apreciable aunque en perfectas condiciones de uso, almacenado con maniático orden militar en todos y cada uno de los habitáculos de la astronave; y en una cantidad considerable, como para surtir a un pequeño ejercito. Diríase el depósito abandonado de alguna extinta célula terrorista y los asaltantes empiezan a temer seriamente por sus vidas, pues estos almacenes errantes suelen ser altamente inestables.
Con los músculos agarrotados y los nervios a punto de ceder alcanzan al fin la cabina, donde el hedor se hace más intenso a medida que se acercan al cuerpo desmadejado del piloto, o mejor dicho, la piloto, pues se trata de una humana de mediana edad, el pelo entrecano recogido en una coleta, no muy alta y con una férrea determinación impresa en sus rasgos aún después del tiempo que lleva muerta. Desde sus manos agarrotadas la pantalla de una pequeña consola portátil colorea sus facciones de azul, donde palpita un documento de texto con una única e incansable línea de eñes, la tecla que la mujer mantiene pulsada con el meñique de la diestra. El oficial se ve obligado a quebrar varios dedos para poder hacerse con la consola y sube miles de páginas de tozuda letra eñe hasta llegar al último escrito que la piloto realizó antes de su muerte. Dice así:

«Voy tras la estela de una enorme fuerza militar de bandera desconocida. Estoy segura de que en ella se encuentra César.
Espero que la lampetra, este mal que corroe mi cuerpo sin misericordia, me permita alcanzarle. Ya no me importa saber por qué se fue, sólo quiero verlo una última vez.
Lo abandoné todo por él ¿Se acordará de mí después de tantos añññññññ…»

El oficial sigue leyendo, ahondando en la historia de aquella pertinaz mujer, los pelillos de los antebrazos y de la nuca de punta, a la que imagina hermosa y de semblante triste; al fin y al cabo, es un romántico incurable. No lo puede remediar. La princesa está triste… ¿Qué tendrá la princesa? Según va retrocediendo en el tiempo los pensamientos confiados en el documento se vuelven más complejos y ganan en optimismo, lo que le da una idea bastante exacta de la lenta degradación, física y mental, que sufrió en la larga búsqueda del tal César, al que se refiere con todas las posibles combinaciones de amor. Y siente unos celos irracionales hacia aquel desconocido sobre el que se derrocha tanta pasión y fidelidad; y lo odia con todas sus fuerzas, maldito imbécil, por no corresponderla con la misma intensidad, abandonándola sin razón aparente treinta y siete años antes de que la muerte le llegue sola, devorada por una enfermedad, la lampetra, que tan devastadora fue siglos atrás, y con una renacida esperanza que no llegaría a confirmar: «Voy tras la estela de una enorme fuerza militar de bandera desconocida. Estoy segura que en ella se encuentra César…» ¿Quién sería aquella enamorada de los llanos estelares?
–Señor. Tengo algo.
El joven recluta juguetea unos instantes con los mandos de una consola auxiliar y al momento una grabación largo tiempo silenciada inunda la cabina envolviéndolos con un sonido duro, metálico,… muy antiguo, base de una letra escrita para el aliento; escrita para la lucha contra todas las barreras levantadas.

«Tú no puedes volver atrás
porque la vida ya te empuja
como un aullido interminable
... interminable.

Te sentirás acorralada
te sentirás perdida y sola
tal vez querrás no haber nacido
... no haber nacido.»

»La consola estaba programada para reproducir en bucle esta canción. Sin duda una bajada de energía fue lo que provocó su parada.

«Todos esperan que resistas
que les ayude tu alegría
que les ayude tu canción
... entre sus canciones.

Nunca te entregues ni te apartes
junto al camino nunca digas
no puedo más aquí me quedo
... aquí me quedo.»

»La mujer debía escucharla a todas horas.
–Por favor. Déle un poco más de volumen.

«Entonces siempre acuérdate
de lo que un día yo escribí
pensando en ti. Pensando en ti,
como ahora piensooooo.
JULIAAAAAAAAAAAAA…»*

Y toda la desesperación que socavara la voluntad de Julia durante aquella difícil búsqueda; todas las horas que sumaron días y que terminaron siendo años cargados de dolor, ira y frustración, ruedan por las mejillas mal afeitadas de un soldado anónimo.

B.A., 2014

* Palabras para Julia. «Los Suaves» sobre poema de José Agustín Goytisolo.





Safe Creative #1610279569697

lunes, 10 de febrero de 2014

Dispara a la cabeza («En manos del destino» Parte 2)

Deciden cruzar la línea de defensa por su cuadrante sur, la zona menos hostigada hasta el momento. Sienten cómo el desprecio de los soldados destacados perfora los laterales de todoterreno como balas de un francotirador; para ellos no son más que otras dos ratas que abandonan el Titanic mientras la orquesta interpreta los primeros acordes de Nearer, My God, to Thee, a la única luz de un cielo estrellado que contempla con apatía la tragedia humana.

viernes, 7 de febrero de 2014

En manos del destino

Capítulo 1

Mis dedos son delgados y quebradizos como ramitas secas. Los hundo en el cuenco que descansa sobre la mesa auxiliar –patas labradas con delicadeza artesana, restos de cera y agujeros de termita–, y su contenido resbala hasta el borde en un desesperado intento de huir de la mano invasora. A pesar de mi avanzada edad mantengo los dedos ágiles, no así las piernas, y atrapo una de las juguetonas pastillas, que termina disolviendo su cobertura azucarada en mi boca mientras descifro las imágenes evocadas desde el hogar; recuerdos de juventud perdida y madurez malgastada que contemplo con la resignación del que ha representado correctamente su papel asignado en la farsa de la vida. Sólo ahora el destino me libera de sus garras y tengo cosas que hacer antes de comprarle un pasaje al testarudo barquero.