La ciudad amaneció envuelta como un inmenso regalo. Los carteles se hallaban colocados por doquier, en sitios y a alturas imposibles, anunciando, blanco sobre rojo, lo siguiente:
La compañía Guonderlán contrató para la ocasión una pequeña nave de fachada roja situada en un polígono industrial a la entrada de la ciudad, entre una gasolinera Purgoils y la empresa de bricolaje Hermanos Machado, y sus propios miembros fueron los encargados de adecentarla, limpiando a conciencia y pintando un par de estancias que llenaron con mobiliario IKEA.
El día de la representación el pequeño aforo estaba completo. Siete filas con siete sillas cada una ocupadas por el público más variopinto, a excepción de aquellas que mostraban un cartelito escrito a mano con la palabra «Reservado». Una silla de cada fila, siete en total. Frente a los asistentes se desplegaba una enorme pantalla de vinilo. La puerta por donde entraran tras cruzar una pequeña recepción de tonos rojizos con mobiliario a juego quedaba a la izquierda, mientras que en el lado opuesto otra puerta, de factura similar, se hallaba cerrada.
Al matrimonio compuesto por Alfredo y Muriel lo acompañaban sus dos hijos: Carol de siete años y Jorge de cuatro. Mientras el hombre parloteaba sin parar a través de su teléfono móvil, cerrando tratos y amenazando a la competencia bajo la mirada reprobadora de los más cercanos, la mujer manejaba como podía a los críos, siempre al borde de un ataque de nervios. Juan, contable y eterno soltero, mordisqueaba absorto una chocolatina mientras Nora, dos filas por delante de él y a su derecha, borraba los mensajes de su enésimo exnovio. Una pareja de monjas ecuatorianas, un albañil vestido con la ropa de faena y un atracador con cara de hurón quien había visto en el espectáculo la manera idónea de librarse durante unas horas del acoso policial, eran otros de los cuarenta y dos rostros que esperaban el comienzo de la función.
Las luces se atenuaron y el público guardó un silencio respetuoso que obligó a Alfredo a desconectar el móvil. Para sorpresa de todos, en vez de la proyección esperada, una hilera de personas envueltas en telas color tierra, a la manera de espectros surgidos de la pluma de Dickens, entró en la sala para sobresalto de los más pequeños. Cada una de ellas se colocó ante una de las sillas reservadas, le dio la vuelta y se sentó. Nadie se movía; apenas se respiraba. Alguien de la primera fila dio un giro de ciento ochenta grados a su silla ante lo que el resto del público, roto el hechizo, hizo lo mismo, sorprendiéndose todos ellos de ver otra pantalla desplegada donde antes era el muro a sus espaldas. La luz desapareció y el espectáculo dio comienzo.
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Los espectadores salieron por la puerta situada a su izquierda, atravesando una pequeña recepción pintada de verde con mobiliario a juego. Juan y Nora iban agarrados del brazo, directos al restaurante donde iban a celebrar su tercer aniversario de noviazgo. Las entradas del espectáculo eran el regalo de Nora, gran amante de las pequeñas compañías teatrales; Juan, como devorador confeso de comedias románticas, esperaba la reacción de la joven cuando descubriera el anillo de diamantes en el fondo de su copa. Alfredo, recién divorciado, llevaba a Carol y a Jorge agarrados de la mano, su primera salida juntos desde la traumática separación. El psiquiatra de los chicos aseguraba que ese tipo de salidas ayudaría a cerrar algunas heridas y así parecía haber ocurrido pues los pequeños sonreían y gritaban encantados ante la perspectiva de una pizza margarita. Tras ellos Muriel, con el móvil en la mano, respondía a la llamada perdida de su marido, mientras un joven sacerdote con cara de hurón indicaba amablemente a dos jóvenes ecuatorianas la parada de autobús más cercana. Llevaban apenas una semana en la ciudad, donde residirían como estudiantes, y aún no se manejaban del todo bien por ella. Y así un total de cuarenta y dos vidas vuelta del revés como un calcetín en el tiempo que duró la función de la compañía Guonderlán. No eran vidas mejores ni peores las que cruzaron la pequeña recepción de tonos verdes, y quizás terminaran siendo infelices, pero lo cierto es que aquel día pocas nubes amenazaban su horizonte.
Ya conoces la existencia del mágico espectáculo de la compañía Guonderlán. Puedes tildarlo de cuento de hadas o de leyenda urbana, pero si mañana tu ciudad apareciera inundada de carteles anunciadores de una única función del espectáculo A través del espejo, te pregunto a ti, lector: ¿Comprarías una entrada sabiendo lo que sabes ahora? Piénsatelo.