Imágenes extraídas de "Los tres cerditos" y de "Terminator 2".
Efectos descargados de Pixabay.com
Este relato ha conseguido la segunda plaza
en la convocatoria de mayo del Tintero de Oro.
Este relato ha conseguido la segunda plaza
en la convocatoria de mayo del Tintero de Oro.
_________________________
Había una vez tres cerditos que vivían en las
profundidades del bosque. Como el lobo feroz siempre los estaba persiguiendo
decidieron construir una casita en la que poder protegerse. El menor la hizo de
paja, el mediano de madera y el mayor, más trabajador, de ladrillo y cemento.
–○O○–
Largo había sido el camino recorrido por George
Imahara desde su Colorado natal. Al primer y único miembro de la familia
Imahara nacido en los Estados Unidos, la noticia del ataque japonés a la base
de Pearl Harbor le había sorprendido ejerciendo su trabajo de repartidor en la
farmacia del señor Kobayashi. Contaba entonces dieciséis años, y era huérfano
de padres desde hacía solo dos.
–Preveo malos tiempos para todos nosotros
–comentó con desasosiego Noriyuki Mochida, el más anciano de los clientes allí
congregados.
–¿Por qué dice eso, señor? –le preguntó
extrañado el joven Imahara–. Nada tenemos que ver con el ataque.
»Además, ya somos muchos los que hemos
nacido en los Estados Unidos, ciudadanos por derecho de nacimiento.
–¿Tan seguro estás, joven? ¿De verdad
crees que tus «compatriotas» van a ver la diferencia entre unos ojos rasgados y
otros.
»Hazle caso a este viejo loco; la vida se
va a poner muy fea para los nuestros, más si cabe para los que vivimos tan
cerca del Océano Pacífico y de la Marina Imperial Japonesa. Se nos acusará de
traidores, y sufriremos las consecuencias. Huye al interior del país si tienes
la posibilidad, aunque lo más sensato sería retornar a Japón y buscar abrigo
entre los familiares que dejamos allí.
Al anciano no le faltaba razón. Las muestras de
rechazo hacia todo lo japonés comenzaron a las pocas horas del ataque a la base
americana, auspiciadas por el propio Gobierno, en una imparable escalada de
odio que culminaría meses después con la Orden Ejecutiva 9066, firmada de puño
y letra del presidente Roosevelt, por la que todos los japoneses residentes en
los Estados Unidos debían ser confinados en campos de concentración llevando
consigo una sola maleta en la que transportar los escombros de su sueño
americano.
–○O○–
–Déjame entrar, cerdito –dijo el
lobo–. No voy a hacerte daño...
–¡Ni pensarlo malvado lobo!
–respondió el cerdito sintiéndose protegido tras los muros de paja.
–¡Pues entonces soplaré y soplaré y
la casa derribaré!
Y el lobo empezó a soplar, y a soplar,
y lo hizo con tanta fuerza que la débil casita se vino abajo.
–○O○–
Solo como estaba, sin
familiar alguno al que recurrir en toda Norteamérica, George decidió seguir el
consejo del profético anciano y huir hacia la relativa protección que suponía el
nutrido grupo de los Imahara allá en la lejana Japón, queriendo el destino que
consiguiera escapar antes de la promulgación de la injusta ley. El recelo hacia
los japoneses nacidos en los Estados Unidos aún no había arraigado en el país
nipón, y para cuando empezó la persecución de todos ellos, George ya ocultaba
su peligroso origen en la ciudad de Hiroshima, una gota de lluvia diluida en un
mar de cuatrocientas mil almas. Allí, asentado en una granja familiar a las
afueras de la ciudad, encontraría el amor en la joven lugareña llamada Kaiyo.
–○O○–
–¡Soplaré y soplaré y la casa
derribaré!
Y el lobo empezó a soplar, y a
soplar, pero esta vez le costó mucho más trabajo derribar la casita. Los dos
cerditos salieron como bien pudieron de entre los tablones de madera, huyendo
en dirección a la casa del hermano mayor.
–○O○–
Las sirenas anunciaron un nuevo ataque aéreo. George,
al que todos en el barrio conocían con el falso nombre de Fujita, buscó refugio
en las entrañas de un colegio cercano, dejando la bicicleta con la que repartía
los frutos de su trabajo en el campo olvidada de cualquier manera en la calle.
Con el corazón ligero pues no temía por la vida de su esposa, protegida por la
distancia a la que se encontraba la granja, el joven intentó consolar el
profundo terror que sentían los escolares con él recluidos, asustados como los
tres cerditos de aquel cortometraje animado que disfrutara en una de las pocas
veces que había pisado un cine en su infancia estadounidense, tan lejana ya en
el espacio y en el tiempo. Y a la narración del cuento se lanzó el joven,
ahuyentando lentamente el miedo de los niños con su templada voz. «El lobo,
incapaz de echar abajo con sus soplidos la casa de ladrillo, decidió entrar en
ella a través de la chimenea –contaba a su atenta audiencia–, sin saber que el
hermano mayor, conociendo sus intenciones, había puesto al fuego un caldero con
agua.»
–¿Resistirá el colegio, señor?
–interrumpió el relato uno de los pequeños.
–¡Claro que sí! –respondió George con una
seguridad que no sentía en absoluto–. Estas paredes fueron construidas por el
más trabajador de los tres cerditos.
»¿No os lo había dicho?
Perfilándose en el azul de una mañana totalmente
despejada, el bombardero Enola Gay
sobrevolaba en ese instante el cielo sobre la isla de Shikoku en torno a los
nueve mil quinientos metros de altitud. Eran las ocho y nueve minutos del 6 de
agosto de 1945, y en sus entrañas transportaba el soplido del lobo feroz.
–○O○–
Los dos cerditos aprendieron la
lección, y con gran felicidad se pusieron a cantar:
¿Quién teme al lobo feroz?
Al lobo, al lobo…
¿Quién teme al lobo feroz?
B.A.:
2019