Sabían que el suyo era
un amor destinado al fracaso de la distancia. Por un lado un Boeing 747 fletado
para cubrir vuelos internacionales, por otro un catamarán de los que conectaban
Cádiz con el Puerto de Santa María… ¿Podía haber una pareja de enamorados más
imposible que ésa? Y aún así, no dejaron de amarse desde la primera vez que
cruzaron sus estelas sobre las aguas de la bahía gaditana. La aeronave
comercial confesaría a un viejo 707 al borde de la jubilación que lo que más le
atraía del catamarán era su coraje a la hora de enfrentarse al viento de
levante, incapaz de quebrar con toda su furia desatada las rectas de espuma
blanca que trazaba la embarcación sobre las aguas agitadas. Al catamarán…
bueno, le volvía loco las aerodinámicas líneas del Jumbo acariciadas por el
halo dorado del sol naciente.
El Boeing no veía el momento en que el
trabajo lo llevara de vuelta a la costa gaditana. Cuando esto ocurría, buscaba
con ansiedad la compacta figura de la embarcación para lanzarle un beso con
forma de señal de radio que la otra recogía con un saltito gracioso y marinero.
En una fracción de segundo la aeronave le contaba al barquito cuanto habían
recogido sus instrumentos, desde la belleza de la nieve refulgiendo como llamas
heladas en la cima del Teide hasta el alocado ir y venir de los vuelos
transcontinentales en las proximidades del aeropuerto de Heathrow, sin olvidar
los espectaculares campos holandeses de tulipanes a mediados del mes de abril,
siendo tal la pasión con la que describía todas aquellas vivencias que el
catamarán las sentía como propias. El barquito, menos viajado, le hablaba de
los chillidos de alegría que lanzaban los niños cuando atracaba en el puerto,
del graznido de las gaviotas y del aumento de la salinidad del mar durante el
verano; del rielar del sol sobre las aguas calmas una vez pasada la tormenta y
del eco de las comparsas y chirigotas callejeras que acompañaban su derrota en
época de carnaval.
De esa forma continuó tan extraña
relación hasta que un mal día de septiembre el catamarán no respondió a la
llamada que la aeronave lanzaba desde las alturas. Preocupado por su silencio,
el Jumbo recurrió al viejo 707, su fiel confidente y amigo, que indagando aquí
y allá entre los conocidos del hangar supo de un accidente sufrido por el
catamarán contra uno de los espigones del litoral. «Error humano», sentenció
impotente el viejo Boeing con un encogimiento de alas. Tras permanecer dos
largos meses sumergido en la dársena gaditana, el barquito fue reflotado para
su traslado a tierra, donde quedó varado, con la popa al mar, a la espera de
una recuperación que nunca se produciría.
Podríamos creer que aquí acabó esta extraordinaria
historia de amor, con un melancólico tema para piano acompañando el solitario
vuelo del 747 con rumbo al ocaso, pero afortunadamente no fue así. Nadie sabe
exactamente cómo lo hizo el Jumbo –los pocos privilegiados que conocemos esta
historia no nos ponemos de acuerdo sobre ello–, pero lo cierto es que el compás
del catamarán, allí donde se encuentra el alma de todo barco, acabó escondido
en las entrañas insondables de la aeronave, y desde entonces nuestros dos
enamorados surcan juntos los infinitos llanos celestes.
B.A.: 2.019