Siempre tomo el metro en la
estación de Bayswater para ir a Camden. Tengo formas más directas de llegar
allí desde mi pequeño apartamento de alquiler en Queensway, lo sé, pero en
King´s Cross hago transbordo en la línea de autobús 390, y el hormigueo
incesante y cosmopolita de la estación es un espectáculo que siempre me gusta
disfrutar.
Adormecido por
el vaivén del vagón, rememoro el trayecto que hice junto a Ana hace apenas seis
años, cuando la noticia del fallecimiento de su ídolo Amy Winehouse hizo que
saliera de estampida con su oso de peluche preferido en una mano y un poema
escrito a toda prisa en la otra, rumbo al número 30 de Camden Square donde se
agrupaban los seguidores de la cantante para un último adiós. Durante el camino
no dejó de corregir las palabras escritas en un papel cada vez más arrugado y
húmedo de lágrimas, ya fuera apoyada en mi espalda o sobre sus piernas cruzadas
cuando al fin conseguimos un sitio donde sentarnos en plena hora punta y yo
sólo podía pensar, malhumorado y culpable a partes iguales, si recibiría el
mismo tratamiento en caso de ser mi cuerpo el que hubiera aparecido muerto
aquel 23 de julio. ¿Quién me iba a decir que Ana seguiría los pasos de la diva
caída pocos meses después? Con el cuerpo de mi amada descansando en el
cementerio de San Fernando, a tantos kilómetros del futuro que conseguimos
labrarnos tan lejos de una Sevilla sin oportunidades, el epicentro del
peregrinaje de los seguidores de Amy siempre me ha servido de lápida en la que llorar
su pérdida, acunado por las canciones que grupos de fieles entonan ante el muro
de flores, cartas y peluches que cubre las verjas del parque en honor a la
diosa del soul.
En King's
Cross dejo la línea amarilla de metro y me dirijo a la parada de autobús. La
espectacular fachada de St. Pancras me lleva de nuevo a Ana, a la fotografía
que le hice ante el andén 9 3/4 la primera Navidad que pasamos en Londres,
guapísima con la bufanda que se tejió a franjas rojas y doradas, los colores de
la casa de Gryffindor, toda llena de hilos sueltos y nudos. Y es que Londres
entero está impregnado de su aliento y de los recuerdos de mi vida junto a
ella, y por eso es tan difícil el paso que estoy a punto de dar; esa es la
razón de haber pospuesto durante tanto tiempo una última visita a Camden y por
la que me he dejado medio sueldo del mes en un ramo de rosas que tantas
sonrisas y codazos cómplices provoca entre mis compañeros de viaje.
Ya en el
parque, un grupo de seguidoras de la cantante, todas con inmensos rabillos
enmarcando sus ojos adolescentes e imposibles peinados retando al cielo de
Londres, entonan estrofas de Back to black a voz en grito. «We only said
googbye with words, i died a hundred times...», cantan con sorprendente
buena voz, parando el concierto improvisado para dedicarme un caluroso
recibimiento cargado de aplausos y silbidos cuando me ven aparecer con el
espectacular ramo de rosas. Pero las flores no son para Amy, sino para Ana,
olorosa ofrenda con la que rogar el perdón por la traición cometida, aunque en
el último segundo extraigo la rosa más bonita de todo el ramo y dejo el resto
ante una de las fotografías de la diva. Ana así lo hubiera querido.
–Cariño.
He conocido a alguien… Creo que la quiero.
»Me gustaría
intentarlo.
B.A.:
2.017