Botas militares con anclajes de superficie, el seguro
de los subfusiles de asalto en la posición «off»
y la mira de visión nocturna apuntando hacia lo desconocido. Las figuras
blindadas se camuflaban negro sobre negro contra el telón de fondo tendido por
el espacio profundo, salpicado aquí y allá por puñados de estrellas que
titilaban como sólo lo hacen cuando los dioses se burlan de las preocupaciones
humanas. El avance es lento, extremadamente cauteloso, eclipsado por la achaparrada
forma de la fragata de vigilancia ARR
Aldebarán que apunta desapasionadamente sus cañones contra la nave a la
deriva, y de esa forma los dos asaltantes llegan a la escotilla principal,
momento de máxima tensión al barajarse la probabilidad del ataque de un
artificial en cortocircuito que hubiera asesinado a la tripulación –no sería la
primera vez–. Bajo la nerviosa vigía de su joven compañero que apunta el arma
hacia lo que pudiera escapar junto con el aire enclaustrado, el oficial al
mando destraba los seguros, agarra la manija de apertura y tira de la
escotilla, siendo recibido por el aburrido bostezo de una pequeña sala estanco
perfectamente equipada. El controlador de la misión da luz verde para la fase
2.
Con ellos entra el frío vacío del espacio,
se da una vuelta por la pequeña sala y vuelve a salir con un siseo, dejando
solos a los asaltantes. Restablecido el flujo de oxígeno, libre de
contaminantes según todas las lecturas, los milicianos desconectan el sistema
de soporte vital. El aire posee un leve tufo a descomposición y, temiendo lo
peor, la pareja comienza el registro del pequeño vehículo del que tan poco
saben, salvo que el número de serie remonta su ensamblado a los últimos años de
la primera República Rebisiana.
Mucho ha transcurrido desde que la última
pieza de aquella astronave saliera de la empresa de suministros aeroespaciales Industrias Dimaco para ser ensamblada.
La estación espacial Rebis, la inmensa rueda del más variopinto material que
rodea La Tierra
en paralelo a su línea de ecuador, vivía un período de bonanza que duraba ya
siglo y medio. Atrás quedaba la dura invasión militar que supuso el fin de la
primera República, y los escasos tres meses de Monarquía absoluta –Dios le dio
el poder y el pueblo se lo quitó– que precedió a la segunda. Y ahora, sin
previo aviso, una reliquia de tan lejanos tiempos rompía el perímetro de
seguridad que cercaba el borde exterior del Sistema Solar, declarándose el
estado de alerta en el Segundo Octante, y mandando a la fragata de vigilancia ARR Aldebarán en una misión de
reconocimiento con licencia para disparar primero y preguntar después.
El misterio se ve acrecentado cuando los
asaltantes descubren el más variopinto armamento, de una antigüedad apreciable
aunque en perfectas condiciones de uso, almacenado con maniático orden militar
en todos y cada uno de los habitáculos de la astronave; y en una cantidad
considerable, como para surtir a un pequeño ejercito. Diríase el depósito
abandonado de alguna extinta célula terrorista y los asaltantes empiezan a
temer seriamente por sus vidas, pues estos almacenes errantes suelen ser
altamente inestables.
Con los músculos agarrotados y los
nervios a punto de ceder alcanzan al fin la cabina, donde el hedor se hace más
intenso a medida que se acercan al cuerpo desmadejado del piloto, o mejor
dicho, la piloto, pues se trata de una humana de mediana edad, el pelo
entrecano recogido en una coleta, no muy alta y con una férrea determinación
impresa en sus rasgos aún después del tiempo que lleva muerta. Desde sus manos
agarrotadas la pantalla de una pequeña consola portátil colorea sus facciones
de azul, donde palpita un documento de texto con una única e incansable línea
de eñes, la tecla que la mujer mantiene pulsada con el meñique de la diestra.
El oficial se ve obligado a quebrar varios dedos para poder hacerse con la
consola y sube miles de páginas de tozuda letra eñe hasta llegar al último
escrito que la piloto realizó antes de su muerte. Dice así:
«Voy tras la estela de una enorme fuerza militar de bandera desconocida.
Estoy segura de que en ella se encuentra César.
Espero que la lampetra, este
mal que corroe mi cuerpo sin misericordia, me permita alcanzarle. Ya no me
importa saber por qué se fue, sólo quiero verlo una última vez.
Lo abandoné todo por él ¿Se acordará de mí después de
tantos añññññññ…»
El oficial sigue leyendo, ahondando en la
historia de aquella pertinaz mujer, los pelillos de los antebrazos y de la nuca
de punta, a la que imagina hermosa y de semblante triste; al fin y al cabo, es
un romántico incurable. No lo puede remediar. La princesa está triste… ¿Qué tendrá la princesa? Según va
retrocediendo en el tiempo los pensamientos confiados en el documento se
vuelven más complejos y ganan en optimismo, lo que le da una idea bastante
exacta de la lenta degradación, física y mental, que sufrió en la larga
búsqueda del tal César, al que se refiere con todas las posibles combinaciones
de amor. Y siente unos celos irracionales hacia aquel desconocido sobre el que
se derrocha tanta pasión y fidelidad; y lo odia con todas sus fuerzas, maldito imbécil, por no corresponderla
con la misma intensidad, abandonándola sin razón aparente treinta y siete años
antes de que la muerte le llegue sola, devorada por una enfermedad, la lampetra, que tan devastadora fue siglos
atrás, y con una renacida esperanza que no llegaría a confirmar: «Voy tras la estela de una enorme fuerza
militar de bandera desconocida. Estoy segura que en ella se encuentra César…»
¿Quién sería aquella enamorada de los llanos estelares?
–Señor. Tengo algo.
El joven recluta juguetea unos instantes
con los mandos de una consola auxiliar y al momento una grabación largo tiempo
silenciada inunda la cabina envolviéndolos con un sonido duro, metálico,… muy
antiguo, base de una letra escrita para el aliento; escrita para la lucha
contra todas las barreras levantadas.
«Tú no puedes
volver atrás
porque la vida ya te empuja
como un aullido
interminable
... interminable.
Te sentirás acorralada
te sentirás perdida y sola
tal vez querrás no haber
nacido
... no haber nacido.»
…
»La consola estaba programada para
reproducir en bucle esta canción. Sin duda una bajada de energía fue lo que
provocó su parada.
…
«Todos esperan
que resistas
que les ayude tu alegría
que les ayude tu canción
... entre sus canciones.
Nunca te entregues ni te
apartes
junto al camino nunca digas
no puedo más aquí me quedo
... aquí me quedo.»
…
»La mujer debía escucharla a todas horas.
–Por favor. Déle un poco más de volumen.
…
«Entonces
siempre acuérdate
de lo que un día yo escribí
pensando en ti. Pensando en
ti,
como ahora piensooooo.
JULIAAAAAAAAAAAAA…»*
Y toda la desesperación que socavara la
voluntad de Julia durante aquella difícil búsqueda; todas
las horas que sumaron días y que terminaron siendo años cargados de dolor, ira
y frustración, ruedan por las mejillas mal afeitadas de un soldado anónimo.
B.A., 2014
*
Palabras para Julia. «Los Suaves» sobre poema de José Agustín
Goytisolo.