Capítulo 1
Mis dedos son delgados y
quebradizos como ramitas secas. Los hundo en el cuenco que descansa sobre la
mesa auxiliar –patas labradas con delicadeza artesana, restos de cera y
agujeros de termita–, y su contenido resbala hasta el borde en un desesperado
intento de huir de la mano invasora. A pesar de mi avanzada edad mantengo los
dedos ágiles, no así las piernas, y atrapo una de las juguetonas pastillas, que
termina disolviendo su cobertura azucarada en mi boca mientras descifro las
imágenes evocadas desde el hogar; recuerdos de juventud perdida y madurez
malgastada que contemplo con la resignación del que ha representado
correctamente su papel asignado en la farsa de la vida. Sólo ahora el destino me libera de sus garras y
tengo cosas que hacer antes de comprarle un pasaje al testarudo barquero.
Las imágenes se disuelven
en el aroma de la madera quemada, poco diferentes de las encerradas en las
fotografías color sepia y marco dentado que guarda en la vieja lata de carne de
membrillo que acuna entre sus manos. Sólo una fotografía de todo el lote
refleja auténtica felicidad. Está hecha en un fotomatón, hace poco más de un
año; cuatro ventanas desde las que la vieja duquesa sonríe mientras dos
jóvenes, hermanos por el evidente parecido, la besan en ambos lados de la cara.
Un
rectángulo de luz rasga la espesa cortina del pasado. Ante el espejo, envuelta
por la suave caricia del vapor, una joven menuda y de formas redondeadas se
concentra en abrocharse unos pendientes de perlas. La chica está completamente
desnuda, a excepción de unas braguitas blancas que resaltan en su cuerpo dorado,
y mueve su desnudez con total naturalidad ante los ojos divertidos de la vieja señora,
al compás de la música que surge del reproductor compacto.
–Eres
preciosa, querida.
–Muchas gracias, señora.
–Si yo
hubiera nacido setenta años más tarde y tuviera tu cuerpo… Te aseguro que no me
habría aburrido como lo hice.
–No
debería decir esas cosas. No es propio de una dama.
–Querida.
Si hay algo que una vieja puede hacer en momentos como éste es decir lo que le
venga en gana.
Reímos cómplices. Veo su preciosa sonrisa reflejada en la superficie
turbia del espejo, y es entonces cuando dudo. ¡Dame fuerzas, Dios mío! Sólo
sería una carga, por mi extrema vejez y por estas piernas maltrechas que me
encadenan a una silla de ruedas, y por eso acelero el final de una vida ya de
por sí inútil. Y si el viejo Pedro me niega la entrada… ¡Nos veremos en el
infierno! Allí lo esperaré tomando café con el diablo.
La joven
termina de vestirse con una camiseta ligera y unos vaqueros desgastados que la
propia duquesa la ayudó a elegir en una de esas tiendas de nombre impronunciable
tan de moda apenas unas semanas atrás, y se acerca hasta la figura consumida de la anciana, mirando desaprobadora el contenido del cuenco
donde de nuevo hunde la mano.
–¿Insiste
en no venir, señora?
La duquesa
la mira con dulzura y niega por décima vez en lo que va de día la pregunta
tantas veces formulada en las últimas dos semanas. Y volverá a insistir, Dios
la bendiga. La joven se arrodilla a su lado, la cabeza sobre el regazo y
lágrimas calientes cayendo sobre el vestido severo de la anciana, que no puede
evitar acariciarle el pelo todavía húmedo.
–Vamos a
echarla mucho de menos, señora.
–Y yo a
vosotros, querida. Y yo a vosotros.
Sus dedos sienten el rugoso tacto de las perlas que esa misma
mañana le ha entregado, herencia del ducado desde hace generaciones. «Jamás lucisteis de la forma en que lo
hacéis ahora –les dice
la duquesa–. Sed dignas de esta noble
alma».
Un toque
de claxon suena amortiguado en la habitación rompiendo el embrujo. Los
contactos de la duquesa aún sirven en un mundo devastado y Carlos vuelve con
gasolina y víveres.
–Vamos
–dice la duquesa–. El tiempo apremia.
–Esperaremos,
señora. Eso no nos lo puede negar.
Capítulo 2
Es el nuestro un concejo de guerra de lo más singular: el general Patton
metido en la piel de una vieja y dos jóvenes de apenas veinte años. Retocamos
por enésima vez el plan en base a los últimos datos de que disponemos; caídas
las redes de comunicación son las fieles palomas y los pocos amigos de la Federación Colombófila
que aún se encuentran en sus hogares los que nos mantienen informados. Trazamos
la ruta más fiable; pensamos alternativas y descartamos pasos caídos, ciudades
perdidas. El todoterreno será su mejor baza y las joyas de la familia, con el
sistema monetario quebrado, la única moneda de cambio reconocida. Hecho todo lo
humanamente posible mando a Julia a la cocina con la excusa de una merienda
tardía, y ella me complace, dejando que su hermano le revuelva el pelo cuando
pasa a su lado.
–¿Todo preparado, Carlos?
El muchacho asiente. No a la pregunta que
los labios de la duquesa han formulado sino a aquella otra que lanza destellos
desde sus ojos marchitos; ésa que sólo le concierne a ellos dos y por la que
Julia prepara una merienda que nadie tiene estómago de tomar. «Todo dispuesto» y resume en pocas
palabras las instrucciones obtenidas en la Red antes de su caída; cómo la puerta del garaje
desencadenará el fuego que reduzca a cenizas el que durante años ha sido su
hogar.
–Ante todo, que Julia no lo sepa nunca. No
nos perdonaría jamás.
Pero es así como quiero
terminar; con el fuego purificando mi cuerpo y mis recuerdos. Tantos los
tristes, que fueron muchos, como los alegres. Aunque estos me los llevo cosidos
al corazón. «Es usted
una romántica», me dice Carlos con un
apunte de sonrisa, la primera que rasga la máscara de la tragedia con la que se
ha cubierto estos últimos días. «Creo
que ha leído demasiado», añade. Lo que es cierto, para qué negarlo.
Julia regresa con la merienda. Galletitas y café con leche, con dos
cucharaditas de azúcar. Entonces empiezan a hacer efecto las pastillas y a
Julia se le saltan las lágrimas cuando renuncio a la sencilla tarea de remover
el café.
Epílogo
Arropada por el amor
incondicional de mis queridos niños, expiro a la edad de noventa y dos años.
Dios no me dio hijos propios, pero me bendijo con estas dos almas que lloran
sin pudor la muerte de una pobre vieja. Y conmigo morirá el título de Grande de
España tan celosamente atesorado por mi familia, algo por otro lado apropiado cuando
la realidad en la que vivieron, amaron, fueron mezquinos y valientes, pactaron
con enemigos y, reduciéndolo todo a una única palabra, sobrevivieron, se hunde
para no volver a existir. La puerta del garaje genera la chispa que alienta el
fuego que engulle la casa. Las llamas visten mi cuerpo en su camino hacia la
azotea, y sólo cuando sienten el calor en sus patas mis fieles palomas levantan
el vuelo, acompañando las volutas de humo en que se ha liberado mi cuerpo.
B.A., 2014
Me gusta ese ambiente que has creado, mezclando la caída de un rancio abolengo, el drama íntimo de quién se despide de la vida sabiendo lo que queda a sus espaldas, la ficción colorista del ejército de palomas mensajeras, el toque erótico y de aventura que se vislumbra en el horizonte... Todo ello perfectamente compuesto entre un narrador en primera persona y otro omnisciente. Y el final, ese final tan visual y cargado de dramatismo.
ResponderEliminarUn placer de lectura. Y no me ha costado mucho encontrarlo, porque me ha dado por empezar por tus archivos más antiguos.
Por cierto, esta Julia, ¿no será la nietecita de Francisco Burillo, je, je?
Pudiera ser esta Julia la nieta del profesor Burillo, amigo Isidoro, pudiera ser. Tendremos que esperar los próximos relatos de mi calenturienta cabeza para saberlo ¿no crees? Je, je, je.
ResponderEliminarLo que sí te puedo ofrecer son los minutos siguientes a la huida de los dos hermanos, en "Dispara a la cabeza". Es un relato muy corto, el siguiente en el tiempo a éste, así que no te llevará mucho tiempo, y es de final abierto, pero es un elemento más en mi catastrófica visión del futuro de la humanidad.
Un saludo.