El aviso a la policía lo había dado el mayordomo del
empresario Samuel Bronsson. El buen hombre, aún vestido con su pijama blanco,
contestaba solícito a las preguntas del inspector Alfons Lår, masajeándose de
vez en cuando la barbilla allí donde el asesino de su patrón lo había golpeado
durante la huida.
Antes de la
medianoche, sin forzar la puerta, dos tiros a bocajarro al empresario mientras
dormía… ¿Por qué al inspector le resultaba todo tan conocido? Un libro, sobre
la mesilla de noche del difunto, llamó su atención. Escrito por Patricia
Highsmith, llevaba por título… ¡Bingo! De repente, todas las piezas del puzle
encajaron, arrancándole una sonrisa. Qué mediocre podía llegar a ser la mente
de un criminal.
—Agente Eklund.
—¿Sí, señor?
—Avíseme cuando llegue
el juez para el levantamiento del cadáver.
—A sus órdenes.
El inspector marchó al
estudio del señor Bronsson, donde hallaría la tranquilidad necesaria para
realizar la que sin duda era la llamada más importante de su vida.
—¿Stieg Martinsson?
—¿Sí? ¿Con quién
hablo?
—Me conoce
perfectamente, aunque nunca había escuchado mi voz.
—Pues no me lo pone
nada fácil.
—Soy el inspector
Alfons Lår, de la policía de Gotemburgo.
»El protagonista de
sus novelas.
—¡No me diga…! Y yo
soy Stieg Larsson, lo que ocurre es que me cambié el apellido tras simular mi
muerte, no te jode.
»¿Quién es? ¿Qué busca
con estas tonterías?
—¿Quiere pruebas?
Pregúnteme algo que sólo usted conozca.
—De acuerdo, inspector
Lår, de la policía de Gotemburgo… ¿Puede decirme qué le ocurrió al rottweiler
de su padre?
—Alimenté con sus
restos a los cerdos de la tía Rebecka después de matarlo de un disparo de
postas. Estaba harto de que el malnacido me enseñara los dientes.
»Tenía trece años.
—¡¡Es imposible que
sepa eso!! En ninguno de mis libros he recogido ese pasaje, y nunca lo he
comentado con nadie. ¡Ni siquiera con mi editor! Los lectores podrían sentir
repulsa hacia el protagonista.
»¿Cómo demonios…?
—Ya se lo he dicho.
Soy Alfons Lår.
—Esto es una locura…
¿Qué quiere de mí, maldita sea?
—Quiero que termine
con la escalada criminal que asola mi ciudad.
—¿Perdónnn…?
—Déjeme que se lo
explique. Desde La chica que no sabía reír, mi primer caso, el miedo y
la inseguridad se han apoderado de Gotemburgo, yendo a peor con cada día que
pasa. Como inspector de policía, es mi deber detener al responsable.
»Y ese, señor
Martinsson, es usted.
—¿Me está pidiendo que
deje de escribir?
—Exigiendo, más bien.
—Pero entonces, usted
no tendría razón de ser. ¿De verdad quiere eso?
—Soy un tipo abnegado.
Así fue como me imaginó.
—¿Y qué pasará con mi
fulgurante carrera?
—¿«Fulgurante», dice?
Vayamos por partes, señor Martinsson. La chica que no sabía reír, su
debut como escritor, fue espectacular. Era atrevida y fresca, alejada de la
larga sombra proyectada por la saga Millennium. Una novela escrita con
el corazón que le valió el Premio a la Mejor Novela Policiaca Sueca. Desde
entonces, su trabajo se ha vuelto mediocre.
—¡¿Qué cojones…?!
—Sea sincero consigo mismo.
Carrera de sacos no fue más que una versión actualizada de Diez
negritos. Se defendió argumentando que era un sincero homenaje a la figura
de Agatha Christie, pero en Huevo de Pascua, su siguiente trabajo, la
semejanza con El halcón maltés de Hammett fue tan descarada que perdió
buena parte del respaldo de crítica y público. Después llegó Las seis Långstrump, una mala copia de Los seis Napoleones de Conan Doyle... ¡Ni siquiera cambió la cifra!
Y así llevamos a la investigación que ocupa mi tiempo actualmente.
»Una mujer asfixiada
en una isla dentro de un parque de atracciones no es un suceso llamativo en
absoluto, pero si le añadimos el asesinato de un hombre en su propia cama por
disparos de revólver y que en ambos casos parece que el asesino no tenía
relación alguna con la víctima... ¿Es necesario que le diga el título de la
novela? Por cierto, su subconsciente dejó un ejemplar sobre la mesilla de noche
del señor Bronsson.
—Christie, Conan
Doyle, Hammett... Lo veo muy versado.
—El mundo de la
ficción es mucho más rico de lo que vosotros, los escritores, creéis. No sólo
se nutre de lo impreso sino también de lo que el autor ha visto, oído, pensado
o incluso soñado, llenando huecos que jamás fueron tenidos en cuenta. ¿Sabía
acaso que me gusta ABBA?
—Me toma el pelo.
—En absoluto. «Gimme, gimme, gimme a man after midnight…»
—Muy bonito… Sabe que
podría acabar con usted de un plumazo. ¿Verdad?
—Por supuesto, como
usted que ya habré previsto esa eventualidad. Hágalo y tendrá que atenerse a
las consecuencias.
»Conoce mis métodos.
No siempre fueron ortodoxos… Ni legales.
—¿Qué haré entonces?
—Francamente, señor
Martinsson, me importa un bledo.
»Por cierto. ¿Cómo se
va a llamar mi último caso?
—Finse stasjon.
—¡Vaya! Iré preparando
la maleta para mi viaje a Noruega.
»He de colgar. Tengo
dos asesinos que detener.
¡Vaya sueño! Stieg Martinsson se frotó la cara con ambas
manos, arrancando legañas; limpiando restos de saliva. ¿Cómo había podido
imaginar semejante conversación con su personaje? Por puro impulso, el escritor
lanzó la mano hacia el teléfono móvil y con una sonrisa en los labios,
divertido por la ocurrencia, buscó el registro de llamadas recibidas. Cuál no
sería su sorpresa cuando vio el número que imaginara para el inspector Lår
ocupando el primer puesto de la lista.