–¡¡Alto!! ¡¿Quién va!!
–Baja el mosquetón, Estébanez, o vas a provocar
una desgracia.
–¡Sí, señor! Pero creo haber visto a alguien
ocultarse tras esos arbustos.
–Pues claro que has visto a alguien. Pero no es el
Tempranillo quien se esconde de nosotros sino un chaval llamado Vitorino.
¡Vamos, gorrión! Sal de una vez antes de que al Estébanez le tiemble el dedo.
»¿Quieres bajar el mosquetón de una puñetera vez?
–¡Sus órdenes!
–Pues eso.
El sol de la mañana hace pesadas las capas a los
dos guardias civiles, y qué decir de los tricornios. Vigilantes de los caminos
en torno al pequeño municipio de Alcalá del Abacoa, en la comarca sevillana de
Los Alcores, Garralón y Estébanez han visto un poco de todo en su diario
deambular entre los resinosos pinos de copas centenarias, o cuando sus pasos
los llevan hasta las canteras de albero, donde las punteras de sus botas se
cubren de tan característica pátina amarilla para disgusto del más joven de la
pareja. Y como no han sido pocas las veces en las que se han topado con
maleantes y ladrones en tiempos tan inciertos, el Jefe de Pareja entiende
perfectamente la cautela de su compañero, aunque en esta ocasión está de más.
Vitorino, pues de él se trata con certeza, es uno de los chavales del pueblo.
De los menos traviesos, a decir verdad, por eso le escama tanto a Garralón
verlo un domingo deambulando entre los pinares en vez de hallarse a las puertas
del templo de San Juan Evangelista, más si cabe cuando el repique de campanas
ya ha llamado a misa por primera vez y es bien sabido que don Venancio toma
buena nota de los parroquianos ausentes para imponerles después la penitencia
adecuada.
–¡Venga, Vitorino! Que es para hoy.
–Ya salgo, mi Coronel.
–Coronel… ¡Qué más quisiera! Tendría ampollas en
los pies si lo fuera. ¡Y baja los brazos, hombre de Dios! Que nadie te va a
disparar. ¿Verdad, Estébanez?
–Al menos un cacheo rápido.
–Vaya día me estás dando, Estébanez.
De detrás de los frondosos matorrales sale un
chicuelo encanijado vestido con ropa de diario, manchadas por lo que ha debido
ser una larga caminata. Lleva del manillar la bicicleta de su difunto padre,
quien fuera hojalatero de profesión, donde porta un par de alforjas.
–¡Qué susto m´an
dao! Casi me jiño encima.
–Esa boca, Vitorino –le reprende el Jefe de
Pareja–, o te planto un pescozón que ni los de don Venancio. ¿Cómo tú por aquí?
–Vengo de la Venta la Noria de haserle un recao a la aguela.
–¿Un recado para doña Cruz?
–Sí. Anda pachucha y tenía que verse con un señó.
»Yo me ofresio
pa ayudarla –sonríe con orgullo el pilluelo–, pero ma costao convenserla, no
se vaya a creer.
–Y ese señor es…
–Lo llaman el Lima. No sé si lo conose usté.
–Lo conozco muy bien
–Estaba con otro señó, un estranjero con
un diente de oro.
–¿Un diente de oro? –pregunta el guardia civil con
semblante repentinamente serio–. Espero que te tratara bien.
–¡Vaya que sí! Hasta ma invitao a una tostá
con manteca colorá.
–Qué alma más caritativa. ¿Y cuál ha sido el
recado?
–Poca cosa. Le cambiao
al Lima veinte azumbres de vinagre y unos muy buenos manojos de espárragos por
picadura de tabaco. Y aquí las llevo –dos golpecitos a las alforjas–, pa dárselo a la aguela.
El rostro del chiquillo resplandece, feliz en su
desconocimiento por el delito cometido, mientras que al joven Estébanez, entre
sorprendido e indignado, se le escapan los ojos de las órbitas, contenido a
duras penas por una significativa mirada de su superior.
–Vamos, gorrión. Si te das prisa puedes dejar la
carga en casa y ahorrarte una buena ristra de Padrenuestros y Avemarías.
–Grasia,
mi Coronel.
–Y dale recuerdos a doña Cruz… Da igual, ya se los
daré yo.
El chicuelo y su bicicleta no son más que una
mancha oscura contra el encalado de las primeras casas del pueblo cuando
Estébanez ya no puede aguantarse más y le espeta a su superior: «¡Pero si eso
es contrabando! ¿No vamos a hacer nada?». El reproche de Estébanez suena a
insubordinación, apresurándose el joven a disculparse con los ojos clavados en
la tierra de nadie que separan a los dos guardias.
–Mira, chaval. Llevas poco tiempo de patrulla
conmigo y no sabes de la misa la mitá.
Doña Cruz, como buena parte del pueblo y de media España, quedó de la noche a
la mañana sin marido ni hermanos varones, y solo a base de cojones pudo sacar
adelante a su familia, ayudando de paso a cuantos la rodeaban. De esto hace ya
más de veinte años pero estoy seguro de que la buena señora repartirá ese
tabaco entre los vecinos, quienes lo venderán por unas perras con las que
aliviar sus puercas miserias.
»Por eso vamos a hacer la vista gorda, aunque
hablaré con ella para que deje al Vitorino fuera de esto.
–¿Y el Lima? –pregunta esperanzado Estébanez.
–El Lima es un desgraciado del lugar pero ese
otro, el del diente de oro… O mucho me equivoco o es el Portugués, un cabrón
sin escrúpulos con quien me gustaría intercambiar más que palabras. Quizás
sigue en la Venta de la Noria. ¿Llevas el mosquetón cargado? Pues andando, que
es gerundio.
B.A.: 2024