Tres lágrimas de lluvia cayeron sobre un
pequeño cerezo del valle del Jerte. «¿Qué te ocurre?», preguntó el arbolito a la desdichada
nube. «Mis hermanas se meten conmigo –le contestó el nubarrón tras sonarse
ruidosamente las narices con un retal de vapor de agua–. Ellas son grandes, blancas y esponjosas, mientras que yo soy densa y
oscura. Así que estoy triste y tengo ganas de llorar». «No lo hagas –le dijo el cerezo–. Si debe haber alguien triste en este valle ése tendría que ser yo. Soy
tan pequeñito que cuando llueve el agua llega primero a las ramas de mis
hermanos mayores. Y si hace buen tiempo tampoco es mejor; siempre estoy a la
sombra de ellos. ¡Así nunca podré crecer!», se quejó con una pátina de resina empañándole los ojos.
Emocionada la nube con el árbol, entristecido el árbol por la desgracia de la
nube, los dos desdichados se fundieron en un fuerte abrazo y el nubarrón lloró
sobre el hombro rugoso de su nuevo amigo una tormenta de lágrimas. El amanecer
los sorprendió aún abrazados y el sol, enternecido por la penuria de los nuevos
amigos, los cubrió con sus primeros rayos, dándoles calor.
Hacia el mediodía de aquel primero de
marzo, entre tirabuzones de niebla plateada, el pequeño cerezo lucía contento
una copa de flores blancas como nunca antes habían visto las gentes del lugar,
adelantando su floración varias semanas a la del resto de sus hermanos. Desde
entonces se cuenta en el valle la leyenda del cerezo y la nube, afirmando los
que lo vivieron, y no hay razón para dudar de ellos, que cuando la lluvia cubre
con su manto el valle del Jerte, las gotas de agua repiquetean con júbilo sobre
el tronco del cerezo, celebrando el reencuentro de los dos viejos amigos.
Así me lo contaron y así lo cuento yo.
B.A., 2.015