Pablo, hoy te voy a contar la historia de
un astronauta muy especial.
Se llamaba Gustavo, aunque prefería que lo
llamaran Gus, y desde siempre quiso viajar al espacio y explorar planetas
fabulosos. Eso, me dirás, no es nada raro. Incluso puede que tú también hayas
querido ser astronauta alguna vez. Pero si te digo que Gus era un globo, de
esos redondos que adornan los cumpleaños de cualquier niño… entonces la cosa
cambia, ¿verdad? Ahora es cuando digo aquello de «Érase una vez» y comienza la historia.
ÉRASE UNA VEZ un globo de lo más normal
llamado Gus. Era de un amarillo tan pálido que parecía blanco y el feriante lo
había hinchado con helio, atándolo a un cordel para que no saliera volando.
Pero eso, precisamente eso, era lo que Gus quería hacer; volar muy, muy alto, y
llegar hasta las estrellas que brillan en la noche.
Un buen día, el feriante caminaba por el
parque de atracciones con todos sus globos atados al brazo. Nuestro amigo iba
entre ellos y si lo vieras dirías «¡Qué diferente es del resto
de sus compañeros!», pues estos eran brillantes, de colorines y formas fabulosas,
mezclándose los coches de carrera con unicornios y princesas de cuento, y Gus,
como ya se ha dicho, era un globo de lo más normal. «Olvídate
de su aspecto», te diría yo y entonces verías lo que realmente lo diferenciaba
de los otros globos, pues mientras que estos se mantenían muy estirados en sus
cuerdas, sin abrir los ojos ni hablar con nadie, nuestro amigo estaba atento a
cuanto pasaba a su alrededor, diciéndole a todo aquel que quería escucharlo «Quiero
ser astronauta». Fue así como conoció a Hugo, un chiquillo canijo, de pelo oscuro
y gafas, del que se hizo muy amigo.
–¿Qué globo es el que quieres, Hugo? –le
preguntó su padre al pequeño.
–El astronauta, papi.
–¿El astronauta? ¿Qué astronauta?
–Ése papi. El blanco.
El padre de Hugo intentó convencerlo de
que eligiera otro pero nada consiguió, cediendo ante la insistencia del crío
que llegó contentísimo a casa, donde tampoco su madre pudo ver al astronauta en
aquel globo tan normal. Pero eso iba a cambiar. Hugo estaba decidido a lanzar a
su nuevo amigo al espacio, y para ello tenía que construirle una nave.
Como Gus tenía en la Discovery su astronave
preferida –incluso era capaz de deletrear la palabra «Discovery» del derecho y del revés–, lo primero que hizo Hugo fue
dibujar con un rotulador indeleble, de esos que no se borran, un círculo negro
en el extremo más hinchado de Gus para que fuera el morro de la nave, y sobre
él una gruesa línea a modo de cabina. A continuación quiso pegarle con cinta
adhesiva un par de alas y una gran cola de cartón, y aquí fue de gran ayuda el
abuelo Nicolás, que manejaba regla, lápiz y tijeras como nadie. Y aunque su
pulso ya no era bueno, las alas y la cola quedaron bien chulas, pintadas por
Hugo con témpera blanca sobre las que dibujó líneas negras para darle un
acabado más profesional.
En
ese momento surgió un serio problema que a punto estuvo de terminar con la
aventura espacial. El peso añadido impedía volar a Gus, y nuestro joven aventurero
quedaba flotando a ras de suelo para desesperación de Hugo. Fue su padre, que
ya veía al astronauta que el pequeño Gus llevaba dentro, quien dio con la
solución al problema. «Todas las naves espaciales necesitan ayuda para
ponerlas en órbita», dijo con la sabiduría del que se lee de pe a pa la revista científica
Qué Curioso, y tras ausentarse de casa media hora ató a nuestro amigo tres
globos más largos que redondos, uno naranja grandote y dos gemelos blancos, a
modo de propulsores. El resultado fue inmediato. La fuerza de esos tres globos
fue más que suficiente como para vencer el sobrepeso, y si no fuera por la
cuerda que los sujetaba habrían salido volando, llevándose con ellos a Gus. Al
fin, todo estaba preparado para el despegue.
Y llegó el gran día. El lanzamiento se
programó para el domingo siguiente y a él acudió la familia de Hugo, así como
varios vecinos que no querían perderse por nada del mundo el acontecimiento. La
rampa de despegue no era más que dos cajas vacías de detergente apiladas una
sobre otra, envueltas en papel de aluminio, y atados a ellas se encontraban
nuestro intrépido aventurero y sus tres compañeros de aventuras, Owen, el
gordito naranja, y los gemelos Miki y Nelson. Los cuatro estaban muy nerviosos,
como podrás imaginar, y no podían dejar de mirar el inmenso cielo azul hacia el
que pronto volarían.
El abuelo Nicolás y la abuela Constanza
fueron los primeros en llegar, con churros y chocolate para todos los asistentes,
mientras que el abuelo Manuel estuvo a punto de perderse el lanzamiento pues
venía de sacar a pasear al pequeño Vinagre, el chuchillo que lo acompañaba
desde hacía tres años. «Un minuto para el lanzamiento», anunció muy serio Hugo, y todos los asistentes
se colocaron tras lo que los gemelos del segundo llamaron con solemnidad «un perímetro de seguridad», trazado con cuanto camión de bombero,
coche de policía y ambulancia hallaron en las profundidades de su cuarto.
–Diez –comenzó con nerviosismo Hugo–…
Nueve… Ocho… Siet…
–¡Un momento! –dijo entonces su madre
parando la cuenta atrás–. Las misiones espaciales siempre tienen un nombre; no
pueden viajar a las estrellas sin uno –concluyó no sin razón, así que todos los
presentes empezaron a estrujarse el cerebro buscando el nombre más apropiado para
la misión espacial mientras masticaban silenciosos sus churros empapados en
chocolate.
–Mi Leonor tuvo un gatito llamado Sirio –dijo
con tranquilidad el abuelo Manuel mientras acariciaba la peluda cabeza de Vinagre–.
Le tenía mucho cariño, y además es el nombre de la estrella más brillante del
cielo –y como además de un nombre muy apropiado era un bonito recordatorio
hacia la abuela Leonor, por aprobación popular se bautizó la misión de Gus,
Miki, Nelson y Owen como Sirio I.
–Diez –comenzó de nuevo Hugo–… Nueve… Ocho…
Siete… Seis –cuenta tú también, Pablo–… Cinco… Cuatro…
»Tres…
»DOS…
»¡UNO!…
»¡¡CERO!!
Hugo cortó con unas tijeras la cuerda que
sujetaba la misión Sirio I a la rampa de lanzamiento y Gus por fin despegó
hacia el cielo azul, despidiéndose con tristeza de su amigo hasta que se hizo
del tamaño de un ratón, tan pequeño como una hormiga, momento en que fue
imposible distinguirlo de los otros puntitos que se movían allá abajo en el
suelo distante.
Hacia dónde viajó Gus sólo lo sabrás en
tus sueños, Pablo. Así que ahora debes dormir y soñar con él, pues mañana serás
tú quien me cuente cómo terminó el viaje espacial de nuestro intrépido
astronauta.
B.A., 2.015
Yo, como Gus, también quería ser astronauta de pequeño, y terminé escribiendo historias.
ResponderEliminarMe gustan los nombres que utilizas para todos tus personajes
Seguro que Pablo terminará tu cuento desbordando imaginación
Un abrazo
Amigo Isidoro, no sé si a ti te pasará lo mismo pero lo que más quebraderos de cabeza me da es bautizar a mis personajes. Tal es así que puedo dejar parado un relato durante días por no dar con los nombres adecuados.
EliminarPor otro lado te cuento que Pablo viene de camino; aún le queda aproximadamente un mes para estar con nosotros. Espero que éste sea el primero de muchos relatos que le cuente antes de dormir, y que con sus sueños me ayude a terminarlos.
Un saludo muy fuerte, astronauta Isidoro, miembro de honor de la misión Sirio I (por cierto, Arias V es un buen nombre para otra misión espacial. Me lo apunto para la próxima).
Me pasa, me pasa. Cómo con los títulos. Me parecen partes muy importantes de un relato. Yo, a veces, incluso los cambio varias veces a lo largo de un relato. Creo (y tú seguro piensas lo mismo) que el nombre habla ya del personaje. Sólo por su sonoridad, lo que evoque, yo que sé. El nombre del personaje es clave en el próximo relato que publique, y cuando lo hayas leído (mi escaso tiempo no me deja terminarlo) te comentaré algo a ese respecto.
EliminarY muchas felicidades por la llegada de un nuevo piloto para tu nave. Que suerte va a tener con alguien que invente cuentos para él. Ya verás como eso nunca se olvida. Que lo disfrutéis mucho
Un abrazo