Julio César charlaba animadamente, su galante figura coronada de laureles apoyada con despreocupación sobre la barandilla de piedra desde la que contemplaba el lento discurrir del río a sus pies. Refería a Cleopatra toda suerte de trivialidades que su exquisito ingenio debía tornar fascinantes a oídos de la joven reina, engatusando su ánimo y preparándola para la conquista, sin ser consciente de la indiferencia cada vez más evidente de la dueña del Nilo, hastiada de una campaña de seducción que ni le iba ni le venía. Para colmo, la joven sentía clavadas en su cuerpo vestido de finísimo lino las penetrantes miradas de los legionarios cercanos, hirientes como afilados aguijones, hasta que el revuelo de gasas de un grupo de bailarinas, rivales por alzarse con el título de ser la que menos carne ocultaba al público presente, consiguió atraer la atención de los rudos soldados, que entre codazos y bravuconadas dichas a media voz siguieron la danzarina senda de aquellas ninfas descaradas. La soledad de la pareja duró lo que el regreso del monstruo de Frankenstein con las bebidas, para alivio de la chica y bochornoso repliegue del César. Acomodado en el rincón que ocupaba desde el comienzo de la jornada, el conde Drácula celebró la derrota del conquistador de las Galias con una risotada beoda, los ojos encharcados en sangre y alcohol, francotirador impasible siempre dispuesto a dispararle aquello de «Yo nunca bebo vino» al que tenía la mala fortuna de ponerse a tiro.
Monjas y curas de enormes
crucifijos y zapatillas deportivas, monstruos de pacotilla, zombis de toda
raza, sexo y condición,… Un grupo de payasos
adolescentes jugaban al fútbol, el Power Ranger amarillo ejerciendo de
árbitro, ante las puertas de la oficina donde un gentleman inglés
vendía un seguro de hogar a Dorothy de Kansas mientras su marido, el
hombre de hojalata, sacaba a pasear al pequeño Totó. Los médicos
vestían de motoristas bullangueros, todo cuero y cadenas que arrancaban
tintineos metálicos a los estetoscopios colgados, y los agentes
de policía… bueno, vestían de policía, aunque animaban su
uniforme con serpentinas y lentejuelas de colores.
Envuelta por la variopinta
multitud de la ciudad, Cati llevaba de la mano a su pequeño de cinco
años, ella vestida de geisha y él de dragón verde con enormes
cuernos y cola de gomaespuma, rumbo hacia una más que merecida
merienda tras otro duro día de colegio, cuando se les cruzó en su camino
un joven treintañero que sorprendió al crío por vestir un pantalón vaquero
sin espuelas ni cartuchera a juego. Una cazadora de pana y un jersey a rayas
completaban la aburrida vestimenta del desconocido.
–¡Hola
Cati! ¡¡Cuánto tiempo sin verte!! ¿Éste es el pequeño Pablo?
–Hola
Hugo. ¿A que está grande mi niño? Hace tanto que te mudaste del barrio que ya
no lo reconocerás.
La conversación trajo a la
memoria de los jóvenes momentos compartidos, amigos comunes y
recuerdos perdidos en las intrincadas callejuelas del pasado, para
terminar encallando, como no podía ser de otra forma, en las
inevitables costas del presente, donde cada uno expuso al otro un
atisbo de lo que era su vida en aquel momento. Pablo era incapaz de
quitar la vista de la extraña vestimenta del tal Hugo, tan sosa y diferente de
la que estaba habituado a ver, y por ella preguntó a su madre en cuanto el
joven se despidió reclamado por un grupo de amigos que iban vestidos de forma
similar.
–Lo
que lleva es un disfraz. Hugo va a celebrar el Carnaval con sus
amigos.
–¿Qué
es eso, mami?
–El
Carnaval es una fiesta en la que la gente se viste de cosas
divertidas para pasarlo bien.
»Cuando seas mayor, tú
también podrás disfrazarte.
El pequeño miró a su madre,
perplejo, preguntándose qué habría de divertido vestir de esa forma.
Reflexionó a conciencia, llegando incluso a frenar el avance de su madre como
si ésta hubiera enredado el brazo en una soga, para terminar negando testarudo
con su cabeza de dragón.
–A
Pablo no le gusta el Carnaval.
Cati sonrió divertida,
embelesada como siempre ante las inesperadas salidas de su hijo, y con un
tirón cariñoso consiguió poner de nuevo en marcha al pequeño. En su camino se
cruzaron con más personas que vestían los sosos y anodinos disfraces
de Carnaval ante los que el crío repetía, bufando como un verdadero dragón
enfadado, «A Pablo no le gusta el
Carnaval».
–¿Qué
quieres ponerte mañana, Pablo?
–El
de astronauta, mami.
–Pero
con él no podrás jugar en el recreo –dijo más para chincharle
que por otra cosa–. ¿No prefieres el de vaquero? Papá ya
te ha arreglado la pistola.
–No
–fue la rotunda contestación del pequeño–.
Pablo quiere el de astronauta.
Y con la mente
fija en la tela plateada que vestiría al día siguiente, Pablo olvidó
por completo aquel mundo al revés que era el Carnaval.
B.A., 2.015
Al principio me imaginaba estar en un relato ambientado en Egipto y, de repente... aparece el monstruo de Frankestein, y te hace pensar que te has equivocado de cabo a rabo. Este cambio, para mí, es lo mejor del relato. Por lo demás, una reflexión interesante sobre el Carnaval, jeee, y muy actual.
ResponderEliminarComo siempre, un placer leerte. Un saludo compañero
Padre, me confieso... ¡Soy un tramposo! Je, je, je,...
EliminarUn placer como siempre, amigo Isidoro.
Vengo de lo de Isidoro me encanto
ResponderEliminarsu texto
y el tuyo tan travieso
que me parecio genial
un abraazo
Gracias por tus palabras. Un saludo.
Eliminar"No problemo", como diría John Connor. Y si animas a tus amigos a perder unos minutos de sus vidas con mis relatos, te lo agradecería enormemente.
ResponderEliminarÁnimo con la tarea. Un saludo.