Nada era como tendría que ser.
Recordaba todo lo sucedido antes de su entrada de urgencia en el baño,
como la docena de rosas con la que había llegado a la habitación de su hermana
o la menuda figura del que fuera su primer sobrino envuelto como un
gusanito entre los pliegues de una manta hospitalaria. Incluso aún notaba en el
organismo los efectos laxantes del café que se tomara junto a su cuñado en el
bar del hospital, responsable de su carrera apresurada hasta el lavabo más
cercano. Fue entonces cuando se produjo la intensa sacudida que casi
lo tira de la taza –hecho ya de por sí extraño, pues la
ciudad no se hallaba en terreno particularmente amenazado–,
responsable del golpe que se dio en la cabeza contra la pared, y ahora,
tras diez horas de negra inconsciencia, todo lo que le rodeaba parecía
sacado de una película de terror de serie B. El hospital se hallaba desierto,
abandonado por médicos y enfermos que se habían esfumado entre restos de
material sanitario de toda índole y refregones de sangre; las luces no
funcionaban, al igual que los teléfonos e Internet, y de su familia sólo
quedaba el ramo de rosas tirado en el suelo de la habitación.
Fue escaleras arriba para
contemplar desde la azotea el alcance de la devastación. El horizonte a todo su
alrededor se veía velado por el blanquecino fulgor de una densa niebla que
cortaba a cuchillo la ciudad, donde echó en falta alguno de sus edificios más
emblemáticos, y la calidez solar había sido sustituida por una luminiscencia
fría que parecía proceder de todos lados a la vez, engullendo formas y
contornos con su ausencia de sombras. Pero fue el silencio lo que
verdaderamente lo inquietó; nada le llegaba del esperado caos de una ciudad en
estado de alarma.
Su particular bajada a los
infiernos lo llevó hasta el sótano, donde las luces de emergencia teñían
de rojo un muro de plástico con las advertencias de riesgo biológico
cortándole el paso. Recordó entonces las contradictorias noticias que
informaban de un brote vírico que asolaba la ciudad y supuso que se
hallaba ante una de las zonas de aislamiento, secretas para el común de la
población. Y quiso la imprudencia imponerse a la lógica, atrayendo su
atención hacia las ventanas de plástico transparentes que permitían ver a
través del grueso cortinaje; lo que acechaba al otro lado lo dejó paralizado.
Cientos de seres se hacinaban tras las cortinas, todos maltrechos hasta lo
inimaginable, algunos con restos sanguinolentos trabados entre sus
mandíbulas. Caminaban erráticos como los lemmings de los viejos videojuegos,
tropezando entre ellos y contra las paredes; fijando sin ver sus ojos muertos
en el espectador asustado e inmóvil tras la cortina. Algo rozó su pierna. Saltó
con las manos en la boca para ahogar el grito de terror que pugnaba por salir,
y comprobó con estupor que era el faldón del cortinaje mecido por alguna
corriente de aire invisible. El terremoto había soltado los cierres de
seguridad y sin duda esos… seres podían ir y venir a su antojo,
llevando la muerte a donde les llevaba su caminar sin rumbo. Debía huir de
allí.
Salió disparado de aquel
edificio del terror y la realidad de pesadilla tras los muros le envolvió. A la
destructiva acción del terremoto había que añadirse la de aquellos seres sin
alma, que aquí y allá mataban su hambre demoníaca con restos de los que horas
antes habían sido seres humanos. Sólo era cuestión de tiempo que repararan en
su agónica huída. Las barreras que contenían las oscuras aguas de la locura le
obligaban a buscar otros supervivientes ocultos a la sinrazón, entre
quienes quizás pudiera encontrar a su familia. «Una iglesia –se dijo–. O una comisaría. En las películas la gente se refugia en ellas», fue la vaga idea en la
que basó su plan de búsqueda, y en los centenarios muros de San Lázaro, a poca
distancia del hospital, puso su meta y salvación, sintiendo cómo poco
a poco aumentaba el interés por su sangre y vitalidad.
Echó a correr
esquivando seres, cuerpos a medio devorar, cascotes de edificios y
vehículos abandonados, rápido como le permitían sus temblorosas piernas, hasta
que un fuerte impacto frenó bruscamente su huida, haciéndolo caer hacia atrás
con la nariz rota y sangrante. «¡Me han
cogido!», fue lo primero que pensó, pero nada acechaba, y
una mancha de lo que parecía ser sangre flotaba ingrávida ante él, una
solitaria gota rojiza midiendo perezosamente la distancia hasta el suelo. Sólo
entonces fue consciente de que el camino se hallaba cortado en una precisa
línea recta, que las copas de los árboles se hallaban curvadas hacia atrás
y que el horizonte se alzaba extraño y ampliado ante él, como visto a través de
una lupa de aumento. Una pared transparente bloqueaba su carrera hasta los
salvadores muros de San Lázaro, malogrando su búsqueda; sentenciándolo.
Consiente del mal
putrefacto que acechaba a sus espaldas, en el mayor de los silencios siguió la
pared invisible a todo lo largo, siempre hacia su izquierda, cambiando de
dirección en perfectos ángulos rectos hasta que llegó de nuevo a la explosión
de sangre, su sangre, desde la que comenzara
la exploración de ese inmenso cubo traslúcido. Primero el terremoto, luego esas
criaturas y ahora esto. ¿Pero qué demonios estaba pasando?
*
* *
El crío no tendría más de seis
años, algo más de once en su analogía terrestre. Contemplaba ensimismado
el cubo de cristal, similar a tantos otros que por el laboratorio se hallaban
repartidos, última muestra biológica traída por su padre del mundo que en
ese momento exploraba junto con su grupo de trabajo. Aquella subespecie
parecía dotada de una impresionante organización, quizá incluso llegara a ser
inteligente –no al nivel de su mundo, por supuesto–, mostrándose ante los
curiosos ojos del niño como unos animalitos de lo más
trabajadores, pues aquí y allá habían levantado complejas estructuras
en las que anidar. Los seres eran bípedos, por lo que no era de extrañar
que sus andares fueran titubeantes, y caminaban en grupos compactos que tenían
la extraña conducta de tirarse en masa sobre aquellos alocados a los que les
daba por correr. ¡Cuán curiosa era la forma de alimentarse de
aquella subespecie! En ese momento una horda terminaba con los restos de uno
de sus congéneres, dejando de él poco más que una mancha
roja esparcida por el suelo y restos de la piel colorida que lo había
envuelto. Con una sonrisa traviesa en el rostro ovalado y
amarillento, atentos todos los vellitos sensores a la presencia de alguno de
sus padres, el crío de naturaleza extraterrestre abrió la tapa superior del
contenedor, y dejó que uno de aquellos animalitos se acercara a él. No tardó en
sentir sus afilados dientes. Como represalia, aplastó sin
contemplación al mal bicho, y con el dedo amorosamente enterrado entre los
pliegues de la boca fue hacia el comedor desde donde le llamaba su
hermana. Padre nunca tendría que enterarse de que había incumplido su
promesa de no abrir los contenedores de muestra biológica o se enfadaría
enormemente. ¡Demonios, cómo escocía el mordisco!
B.A., 2.015
Ja, ja, ja. Una parodia exquisita de pelis que todos tenemos en mente, con un final inesperado que lo convierte en un magnífico relato corto de ci-fi. Por cierto... una duda: ¿eso del "exoesqueleto que lo había envuelto"?... ¡Claro, en ningún momento hablaste de humanos!, ¿no?, ja, ja. ¿homenaje a Kafka?
ResponderEliminarMuy bueno, en serio. Un saludo
No tenía en mente a Kafka cuando escribía este relato, pero me parece una interpretación muy interesante e igualmente válida. El exoesqueleto del que hablo, amigo Isidoro, no era más que la ropa que vestía el desgraciado, vistas desde los ojos de un crío sin conocimientos de anatomía extraterrestre; una idea mucho más simple que la que tú propones. Ja, ja, ja. Aunque siempre busco una última vuelta de tuerca que sorprenda al lector, como verás, en ocasiones soy de lo más vulgar. ¡Qué le vamos a hacer!
EliminarUn saludo y gracias como siempre por tus comentarios.
¿Qué tal le va la vida al extraterrestre mordido? Jaja :P Pues una interesante narración, el inicio me ha hecho recordar una mezcolanza de "28 días", "The walking dead" (serie de la que no soy fan pero vi la primera temporada), y una de mis pelis favoritas de zombies: "El amanecer de los muertos".
ResponderEliminarLa narración es intensa y tiene ese final "marciano" con una fina ironía, el marciano menospreció a los "bichos" del cubo y quien sabe cómo lo acabará pagando...
¡Un saludo compañero!
Como podrás ver, amigo José Carlos, el tema de los "caminantes" es una constante en mi experiencia literaria. Yo si sigo The walking dead, aunque no se puede igualar ni a "28 días después" ni a "El amanecer de los muertos". Y aquí te hago una vergonzosa confesión: sigo con enfermizo interés las andanzas de Alice en el mundo de Resident Evil... Que quede entre tú y yo.
EliminarUn abrazo, amigo.