Nada era como tendría que ser.
Recordaba todo lo sucedido antes de su entrada de urgencia en el baño,
como la docena de rosas con la que había llegado a la habitación de su hermana
o la menuda figura del que fuera su primer sobrino envuelto como un
gusanito entre los pliegues de una manta hospitalaria. Incluso aún notaba en el
organismo los efectos laxantes del café que se tomara junto a su cuñado en el
bar del hospital, responsable de su carrera apresurada hasta el lavabo más
cercano. Fue entonces cuando se produjo la intensa sacudida que casi
lo tira de la taza –hecho ya de por sí extraño, pues la
ciudad no se hallaba en terreno particularmente amenazado–,
responsable del golpe que se dio en la cabeza contra la pared, y ahora,
tras diez horas de negra inconsciencia, todo lo que le rodeaba parecía
sacado de una película de terror de serie B. El hospital se hallaba desierto,
abandonado por médicos y enfermos que se habían esfumado entre restos de
material sanitario de toda índole y refregones de sangre; las luces no
funcionaban, al igual que los teléfonos e Internet, y de su familia sólo
quedaba el ramo de rosas tirado en el suelo de la habitación.