Era un diminuto país de la vieja Europa, pequeña
sirena varada en las terribles arenas de la guerra civil. Por respeto a los que
tanto sufrieron durante la cruel lucha fratricida mantendremos su nombre oculto
bajo un piadoso velo de silencio, y nos referiremos a los bandos combatientes
como los verdes y los colorados en homenaje a la genial sátira
Su Excelencia, de la que tantos, aún
hoy, tendrían que aprender.
Era tanto el tiempo trascurrido desde el
inicio del conflicto que sus causas se perdían en los partes de guerra de ambos
bandos. Opuestos por naturaleza, los verdes y los colorados sólo se pusieron de
acuerdo una vez y eso, paradójicamente, supuso el fin del conflicto… Pero no
adelantemos acontecimientos pues nos quedaríamos sin relato y éste es digno de
contar. Como decíamos, sólo una vez se pusieron de acuerdo los bandos
enfrentados y fue para firmar la eliminación de un potencial enemigo común, el
Doctor V. Valor, bautizado como Doble V
por los oficiales implicados en la operación, y las causas, como no podía ser
de otra forma, eran totalmente distintas para cada bando.
Si bien los espías de la facción verde
habían detectado la recolección de cuanta arma de fuego inutilizada encontraba Doble V a su paso –que debidamente
reparada podría servir para la creación de una nueva facción enemiga–, los
colorados eran conscientes de la enorme cantidad de comida para gato que el objetivo
adquiría en el mercado negro cosa que, si bien a primera vista no parecía
entrañar ningún peligro, una vez analizado por el servicio de inteligencia
colorada fue estimado de máximo riesgo, pues se temía que alimentara con ella a
la desnutrida población civil y que ésta se alzara en revolución ciudadana
contra los militares que luchaban por el control del país. Así las cosas, por
la dispar razón que hemos visto, verdes y colorados acordaron una inestable
alianza con el fin de eliminar a Doble V.
El escuadrón de la muerte estaba formado
por tres miembros de cada bando –dos para acometer la misión y un tercero para
vigilar los movimientos del aliado impuesto, del que por supuesto no había que
fiarse–, y llegó ante la clínica abandonada desde la que operaba Doble V un miércoles a primera hora de
la mañana, desplegándose con eficacia según el plan establecido. Rifles,
pistolas, ametralladoras,… todas las armas que hallaron en el lugar se
encontraban totalmente despiezadas y organizadas según lógica desconcertante, compartiendo
el espacio con miles de latas de comida para gato. Los soldados registraban las
estancias en busca de aquel terrible ejército que temía los verdes, de los
grupos de civiles reunidos en asamblea revolucionaria que presuponían los
colorados, pero nada de eso encontraron a su paso y sólo la mirada de algún que
otro gato refugiado era testigo del cauteloso avance de los seis hombres
acorazados.
Al fin se toparon con un hombre en la
antigua sala de cirugía, el cuerpo vestido con una bata blanca y la atención
fija en lo que sobre la mesa plantada ante él hubiera colocado. Un parpadeante
cono de luz, que el generador achacoso situado en la esquina más alejada de la
habitación se obstinaba en alimentar entre nubes de intenso olor a gasolina,
arrancaba destellos metálicos a los instrumentos que el individuo tenía al
alcance de la mano, colocados con esmero sobre una fuente plateada. El ruidoso
carraspeo del generador rebotaba en las paredes del pequeño cubículo, obligando
al portavoz del grupo de asalto a levantar la voz para hacerse oír por el
hombre que, ensimismado en la tarea que lo ocupaba, aún no había mostrado
señales de detectar la presencia de los asaltantes.
–¿Doctor Valor?
–¿Sí? ¿En qué puedo ayudarles?
* * *
Tuvo que transcurrir un buen cuarto de hora desde que
se extinguieran los ecos de las armas automáticas para que saliera a la luz la
verdadera causa de tanta arma recogida; de tanta comida para gato adquirida en
el mercado negro. Unos pocos recelosos al principio, grupos más numerosos y
confiados poco después, decenas de gatos surgieron de los rincones más oscuros
del edificio, todos con un denominador común: hasta el más pequeño de esos
felinos había sufrido en sus carnes los estragos de la guerra. Los gatos
remendaban su cuerpo vapuleado con piezas extraídas de las armas que el buen
doctor encontraba a su paso, y así los cañones sustituían las patas perdidas y
los casquillos de bala, hábilmente esculpidos, reemplazaban zarpas y vértebras
quebradas… Incluso alguna mira digital de alta definición, que una pequeña
placa solar instalada entre las orejillas del felino se encargaba de alimentar,
ocupaba la cuenca vaciada por una esquirla de piedra o metal. Todas aquellas
víctimas del conflicto, rescatadas, curadas con minuciosa cirugía y alimentadas
hasta la satisfacción se reunieron en torno al cuerpo masacrado de su
benefactor, y lamieron sus heridas en inútil ayuda mientras Sirio, un gato
particularmente grande, remendado y descolorido, maullaba una triste canción de
despedida.
Y así fue como el ejército temido por los
verdes, la revolución ciudadana sospechada por los colorados, se levantó en contra
del poder establecido, aunque en nada se parecía a la realidad esperada. Desde
ese día, atraídos por las explosiones y tiroteos que asociaban con la muerte de
su protector, un auténtico ejército de gatos, temibles por toda la quincalla
bélica que completaba sus cuerpos maltrechos, rodeaba las zonas en conflicto,
acompañando con sus maullidos la desconsolada melodía que Sirio entonaba en
recuerdo de su benefactor. La leyenda nació como suceden estas cosas: el
pensamiento de alguien que otro cuenta como cierto y que se agranda por el boca
a boca hasta convertirse en mito y así, aquellos pequeños gatos de metal fueron
para los ojos de los combatientes los espíritus sin descanso de cuanto inocente
había muerto durante el conflicto, ejército de almas en pena contra el que era
imposible luchar y que reclamaba con sus maullidos lastimeros el fin de la
guerra.
La superstición es una poderosa enemiga y
cala profundo en el corazón atormentado por los horrores de la guerra. Los
jóvenes soldados abandonaron las armas para desconcierto e ira de sus mandos, y
ni las amenazas ni los fusilamientos masivos por alta traición fueron capaces
de devolverlos a la lucha. Incapaces de continuar, conscientes del gasto que
supondría una lucha mercenaria, la plana mayor de ambos ejércitos firmó el alto
el fuego bilateral, y así continúa hasta el momento de este relato.
El ejército felino se evaporó con la
última explosión. Nada se supo desde entonces de los gatos del doctor Valor aunque
aún hoy, cuando los fuegos de artificio acompañan algún festejo, es posible
escuchar en el viento del este la triste canción de Sirio.
B.A., 2.015
Una metáfora que canta, mezclada con el humo de las armas. Qué sensibilidad, Arecibo...
ResponderEliminarComo siempre, es un placer que dediques unos minutos a mis palabras.
EliminarGracias Txaro.
Hace falta una gran imaginación para crear así, pero no sólo eso. También hace falta un don para expresarlo. Tienes ambas cosas colega. Este relato nos transporta a donde tú quieres llevarnos. Muy bueno
ResponderEliminarGracias Isidoro. Con lectores como tú dan ganas de seguir adelante.
EliminarUn saludo.