Jean-Luc es consciente de que ha gritado; allí se
despiertan todos gritando. El sudor frío que empapa la mugre de su cuerpo
desnutrido, escocido hasta la locura donde
las chinches se han dado su festín, le aviva el recuerdo de la pesadilla que ha
terminado por despertarle. Hoy, sin embargo, la naturaleza del tormento que ha
acompañado su nimio descanso –luz blanquísima, voces amortiguadas y un olor desconocido
cuyas enseñanzas jamás sabrían identificar con el desinfectante– ha sido bien
distinta de aquel otro al que se refiere como La Pesadilla y que lo
visita todas las noches desde que sus ansias por defender Tierra Santa,
espoleadas por el fanatismo, la fiebre y la ambición de no pocos, fracasaran
estrepitosamente en la funesta jornada de Los Cuernos de Hattin. La Pesadilla es fruto del
encierro y de su estupidez por no escuchar, Deja
que cada cual honre a Dios a su manera, a su padre, el señor de La Jetée. Y la imagen de una
madre anegada en lágrimas no contribuye al descanso de su espíritu.
Pasada la desorientación del despertar,
comprueba que sigue en aquella mazmorra en la que malvive desde Hattin. La luz
amarillenta del nuevo día entra a través de unos pequeños respiraderos
enrejados, haciendo visibles las penurias del encierro. El aire es sólo un
aliento pútrido cargado de gemidos, toses y gritos, y los cuerpos se hacinan en
los montones de paja maloliente y restos de ricas telas que hacen las veces de
cama. Nada ha cambiado desde el primer día salvo el número de encerrados, mermado
por la enfermedad y las ocasionales ventas –el mercado sigue saturado de
esclavos cristianos desde Hattin– y su forma de pensar. Y dos años de cautiverio
dan para mucho; y aquellos infieles a los que fue a combatir resultaron ser un
pueblo orgulloso de su religión, sus tierras y su familia, con hombres honrados
y deshonestos –de todo hay en la viña de Alá–, que reserva para sus prisioneros
el mismo trato cruel que el dispensado por los cristianos. Ahora comprendía la
postura de su padre; ahora, cuando su destino era morir cautivo o ser esclavo.
Y en la angustia del encierro anhela esto último, ganándose la enemistad de los
que aún confían en las santas huestes. Se siente impotente ante el futuro
incierto del que es único responsable y la cólera nubla su razón. Quiere
hacerse daño y descarga un puñetazo tras otro, y hasta un total de cinco,
contra el mugriento suelo, rompiendo carne y hueso y desesperación; sumiéndose
en el vacío cuando gruesas lágrimas se pierden en la poblada barba sucia de
años.
* * *
Del sueño conserva el penetrante olor que ya saturara
sus sentidos la noche pasada. Recuerda hallarse sujeto por fuertes correas,
envuelto por una potente luz que no oscila por la corriente de aire que
refresca su cara, y una figura imprecisa que cura su mano segundos antes de que
otra, ayudado por ingentes cantidades de agua, le hiciera tragar lo que parece una
gema. Despertó con la mano palpitante, cubierta la masa sanguinolenta con un
trozo de vestidura que supuso sería del bueno de Bernard, uno de los locos que
emprendiera junto a él la aventura de Las Cruzadas y el único que aún no lo
había tachado de traidor a la fe, incapaz de ver la paja en el ojo ajeno cuando
la desesperación mueve ficha.
Aún está buscando al buen samaritano cuando
un silbido llama su atención desde el ventanuco más cercano. Disfruta de la
visita de Aziz, hijo del tratante de esclavos más sanguinario de Damasco –de mal
sobrenombre El Mercader–, desde que librara al joven de una de las almas
perdidas que el diablo puso en las calles para su entretenimiento y suplicio de
los inocentes. Alertado por los gritos del joven, Jean-Luc agarró los tobillos del
asaltante a través de las rejas del ventanuco, resultando de ello su cabeza en
una cesta –previa pérdida de varios dientes–, y la gratitud eterna del
muchacho.
–¡Jean-Luc! Tengo noticias –el francés
del joven, siempre tan correcto, tiembla por la emoción–. Padre ha accedido a
mis ruegos. ¡Mañana te sacaremos de aquí!
Jean-Luc toma con cautela la certidumbre
del chico. La esperanza de salir de aquel suplicio, aunque eso signifique no
volver a ver la luz del Sol como un hombre libre, es lo único que lo mantiene
cuerdo, y sabe que jamás se repondría de una decepción.
–¡Créeme, Jean-Luc! –el chico entiende las
dudas del cautivo y se obliga a ser más persuasivo–. Mañana serás libre. Te lo
prometo.
Jean-Luc ve alejarse al chico con
lágrimas en los ojos, ilusionándose muy a su pesar. Mañana serás libre, susurra para sí, y en la felicidad que
reconforta su alma castigada no es conciente del espectador anónimo que ha
seguido la escena con las facciones quebradas por el fanatismo; un cautivo que ve
aquella amistad, Maldito sodomita de
infieles, y las ansias del condenado por salir de prisión siendo esclavo, la
mayor afrenta que se le puede hacer a Dios
* * *
–¡Jean-Luc, despierta! –en el sueño, Bernard va
vestido con unos extraños ropajes, de un blanco irreal, en los que se puede
leer la leyenda Sanatorio Nuestra Señora del Espigón. Dormita en un sillón de
aspecto cómodo, fundiéndose en un profundo sueño cuando traga las gemas que le
tiende Bernard. Sólo la apremiante voz de Aziz consigue traerlo de vuelta.
–¡Jean-Luc! Padre está aquí. Despierta.
La puerta de la prisión chirría sobre sus
goznes, dando paso a un grupo fuertemente armado que a fuerza de empujones dibuja en la masa de
cautivos un semicírculo perfecto, cuyo centro es un tipo alto, bastante grueso y con la piel curtida por el extremismo del desierto.
–¡Bien perros! En mi infinita bondad os
otorgo la posibilidad de venir conmigo. No quiero engañaros, lo más probable es
que mañana estéis muertos; o que lo deseéis… Y tú, asqueroso cristiano, serás
el primero de la fila.
No ha terminado Jean-Luc de dar un paso
adelante cuando se desencadena la tragedia. Una figura se abre paso en la marea
humana, arrebata la cimitarra al guardia más cercano y hunde la brillante hoja en
el estómago de El Mercader. ¿Acaso
creíste que Dios iba a permitir tu traición? Asqueroso… y la cabeza
cercenada de aquel ángel vengador bota por dos veces ante la mirada perdida de
Jean-Luc, cuando una ola de acero, furia y cuero engrasado ahoga los cuerpos de
los recluidos, sesgando vidas y miembros. Bernard consigue poner el cuerpo
desmadejado de su amigo a salvo de la carnicería, aunque un vistazo a sus ojos
desorientados le hace comprender que ya está muy lejos de allí; Jean-Luc ha alcanzado
una extraña libertad, y antes de sumirse en la noche sin sueño de la locura ve
a aquel otro Jean-Luc ingresado en el Sanatorio Nuestra Señora del Espigón,
donde las píldoras que le tiende Bernard lo arropa en una plácida tranquilidad mientras
un joven, de nombre Aziz, entretiene su enfermedad con historias de cruzados y
sarracenos, tan lejos en el tiempo que no afectan al corazón del muchacho.
B.A., 2.014
Se nota que no escribes a la ligera. Este relato, como todos, y a pesar de la dificultad de las dos historias paralelas, sueño-realidad, realidad-sueño (¿Cuál es cuál?) está muy bien construido, con buen ritmo y excelente ambientación, de forma que se sigue muy bien de principio a fin.
ResponderEliminarLo mejor de tus relatos, lo mismo que yo intento cuando escribo, es lo mucho que puedes contar en tan pocos párrafos (cada vez que lo lees encuentras un nuevo matiz) y que, una vez que comienzas a leer... ya no puedes dejarlo hasta el sorprendente final. No sólo cuentan una historia. Te hacen pensar en muchas otras.
Un saludo B.A. Sigue con tu sueño
No sabes lo mucho que significan tus palabras de aliento para este modesto escritor amateur. Muchas gracias amigo. Sigo con mi sueño.
Eliminar¡Hola compañero! Hoy leí un relato de Isidoro (Confidencias II)donde en tu comentario mencionabas un lugar de un relato tuyo, y ahí que me metí en el blog a buscarlo jeje, aquí me tienes.
ResponderEliminarMe ha gustado bastante esa mezcla que haces de realidad/fantasía por así decirlo, donde el protagonista se encuentra a la vez en dos lugares pero sintiéndose atrapado en el incorrecto. Este tipo de historias son laboriosas a la hora de darle el mayor empaque posible con esa dualidad, así que muy bien logrado compañero, me ha gustado.
¡Un abrazo!
Gracias compañero por perder unos minutos de tu vida con mis relatos. Y muchas gracias por el comentario; son palabras como las tuyas o como las del amigo Isidoro las que me hacen seguir adelante con este blog.
EliminarEste relato, como bien has comentado, lo recuerdo laborioso de plantear, pero el resultado me parece que quedó más que correcto, y entiendo que tú has disfrutado con su lectura como yo lo hice con su redacción.
Un abrazo.