El prendimiento de Cristo
Alberto Durero
(1508)
(1508)
La masa humana que me envuelve toma
posiciones a ambos lados de la calle. Aguardan algo y me acerco. El tiempo
trascurre, se ocupan los pocos espacios que aún quedan libres y noto cómo el
nerviosismo aumenta, entre murmullo de conversaciones y algarabía de
chiquillos, hasta que cae un significativo silencio plagado de siseos cuando
una cruz enarbolada se hace visible al final de la calle. Le sigue una comitiva
constante y ordenada de encapuchados silenciosos con cirios encendidos, en
aparente penitencia, y de pronto la solemnidad con la que el público asiste a
la procesión estalla en bullicio inexplicable cuando suenan cornetas y
tambores, marcando el paso con el que se acerca un enorme escenario en el que
se representa, detallista y sanguinaria, el momento de la crucifixión.
No puedo hacer otra cosa que estremecerme
ante aquel pedazo de Pasión,
grotescamente acompañado por el jolgorio de la banda de música y los aplausos
de los espectadores, y aún así no estoy preparado para la imagen entronada que
cierra la comitiva; la representación de una María que nunca conocí, todo joyas
y caros ropajes, tan extraña de esa otra que me diera de comer en su modesta
casa, bella en su naturalidad, todo ternura en sus ojos… Y recuerdo su voz
ligeramente ronca con la que entonaba cancioncillas populares con las que
entretener las tediosas labores del hogar, tan dulce que ninguna banda de
música, por muy alto que tacara, podría igualar.
Salgo de allí con pies ligeros, apartando
bruscamente a la multitud que grita entusiasmada ante la imagen, lo que provoca
algún que otro grito airado que se funde con el clamor de la fiesta, y llego
como en una nube hasta una plaza cercana, en la que los niños juegan y los
adultos conversan mientras disfrutan de una cerveza o un helado que calme el
calor de la jornada. Sólo entonces detengo mi huida, respiro hondo y busco un
lugar en el que sentarme; donde preguntarme cuál era la razón de Padre para
traerme aquí, pues lo que he visto se aleja mucho de lo que entiendo por amor a
Dios. Entonces una voz quiebra el rojo que tiñe mis ojos. Entona una canción
infantil sobre barcos de papel y nubes de algodón, y la sigo hipnotizado hasta
un banco de piedra donde una joven acuna entre sus brazos la figura durmiente
de un bebé. Me siento enfrente, junto a otra persona de la que sólo podría dar
cuenta de su silueta, y disfruto del amor que explota en cada palabra como si
fueran palomitas de maíz. Sólo cuando mi acompañante me dirige un «al fin nos encontramos» miro hacia mi
izquierda, enfrentándome a unos ojos oscuros del color del chocolate caliente
que me sonríen con ternura entre espirales de arrugas. Y mi corazón se alegra,
pues en verdad que al fin nos encontramos.
–Maestro… –es lo único que puedo decir.
–Judas. Te he echado mucho de menos.
* * *
La joven asiste silenciosa a nuestra
charla. El crío duerme profundamente y ya no es necesaria una canción que
encauce su sueño. A sus jóvenes ojos somos dos viejos amigos que se
reencuentran después de mucho tiempo. Lo que no podría siquiera imaginar es lo
mucho que llevamos separamos.
Oír de nuevo su voz me llena de alegría,
pero también me transporta al dolor de la tragedia compartida, lo que hace que
me quede callado unos instantes. El Maestro me sonríe como un viejo lobo de mar
que recuerda desde la lejanía las tempestades a la que tuvo que enfrentarse en
el pasado, y se hace partícipe de mi dolor.
–Sufriste mucho, Judas…
–Infinitamente mucho menos que tú,
Maestro.
–Puede ser. Pero tu nombre es maldito
desde entonces, y eso no lo puedo remediar.
–Ese era el papel que me fue asignado.
Así tenía que ser.
–Y así fue, lo que no deja de dolerme.
–Dime Maestro… ¿Valió la pena? –me mira
con sus hipnóticos ojos de antaño, sin un reproche ante la duda lanzada;
comprensivo como siempre ante la confusión–. Fuimos muchos los que dimos la
vida para que tu pudieras salvar al hombre y, hasta ahora, lo único que he
visto son las villanías y el horror de siempre.
–Te confesaré una cosa. En ocasiones, yo
también dudo, y cuando eso ocurre vengo hasta este preciso momento, a este
banco, y la escucho a ella. ¿No crees que quien derrocha tanto amor y
sacrificio hacia algo tan indefenso merece ser salvada? Aunque sólo fuera por
esta joven madre… Puedes creerme cuando te digo que mereció la pena.
Suenan tambores en la plaza y los dos nos
giramos hacia la dirección de la que procede la música. Al parecer se aproxima
una nueva procesión y nos quedamos esperando el desfile.
–¿Y qué piensas de toda esta… idolatría?
–Judas… –me reprocha con cariño–. No
olvides que el hombre es de mente débil. Necesita que se le recuerden las
cosas, y esto es una forma como otra cualquiera de mostrarle mi camino. Además,
no deja de ser un bello espectáculo.
–¿Qué barbaridad veremos ahora…?
–Es la hermandad de El beso de Judas.
La voz nos coge por sorpresa. Un joven,
sin duda el esposo de la chica, sostiene con delicadeza al niño dormido. Está a
pocos metros de nosotros, erguido para ver la procesión, y sin duda ha
escuchado mi pregunta. Sin embargo no muestra hostilidad, sólo curiosidad por
esta pareja que asiste estupefacta a la fiesta de su ciudad.
–Sois extranjeros. ¿Me equivoco?
–Venimos de lejos, desde luego –le
contesta el Maestro.
–Habláis muy bien, para… venir de lejos.
Como os decía, esa es la hermandad de El
beso de Judas.
–¿También lo sacáis a él… en procesión?
–no puedo dejar de preguntar boquiabierto.
–Por supuesto. Aquí tenemos un dicho: «Si no hubiera existido Judas, lo habríamos
inventado». Sin él, no tendríamos nuestra Semana Santa.
–«Padre,
perdónalos, porque no saben lo que hacen» –se me escapa en voz alta,
desternillándome de risa ante la joven pareja, que se aleja perpleja para ver
la procesión.
–Judas…
–Lo siento Maestro. No lo pude evitar.
B.A., 2014