El crucificado tenía el
mal hábito de fumarse un cigarrillo cuando nadie lo veía. Viejo y apolillado, presidía la clase desde el nido de águila situado sobre el encerado verde, a la
izquierda de una fotografía enmarcada del Rey y a la espalda del maestro; lugar
por otro lado idóneo para admirar la precisión del que fuera soldado de
infantería en el lanzamiento de borradores y tizas contra el alumno sorprendido hablando en voz no lo suficientemente baja con el compañero.
El día que
pillé al crucificado enviando con pericia rosquillas de humo grisáceo hacia los
fluorescentes apagados sentí que su salud era mi responsabilidad, obligación
moral surgida sin lugar a dudas de haber desarrollado mi infancia entre
mensajes rotundos contra el tabaco, el alcohol, la velocidad y el sexo sin
protección. Así, impulsado por esta necesidad poco menos que enfermiza de
cuidar de los demás, me puse ante él con los brazos en jarras y casi le grité: «Fumar puede matar», palabras
apocalípticas para una cajetilla de tabaco que salieron estridentes y chillonas
de mi garganta preadolescente.
Él me miró,
sonriendo con fatalidad y un punto de ironía, y tras una última calada que lo
envolvió en una nube de nicotina, con el aplomo del actor que lleva interpretando
más de dos siglos la misma obra sobre las tablas, me respondió: «Todo está consumado».
B.A., 2013
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