«Mensaje de Arecibo: Relatos desde el
planeta Tierra» cumple este diciembre siete años de andadura. Aprovecho la
oportunidad de participar como invitado en la edición XXIV del Tintero para celebrarlo
con todos vosotros.
Un
cumpleaños y un adiós
Los noto a mis espaldas cada vez que
enciendo el ordenador. Me erizan con su aliento los pelillos del cogote, sobre
el que hacen planear alguna que otra colleja cada vez que las musarañas atrapan
mi atención –hay que entenderlos, no están aquí para perder el tiempo–. También
me acompañan durante la tediosa tarea de la limpieza diaria, distrayendo mi
imaginación con frases ingeniosas dichas en voz queda, y los hallo junto a mi
cama cuando a las tres de la mañana me despierto con unas pocas líneas atrapadas
en mi cabeza –«¡Libre! La pluma escapó del encierro
del edredón con un ¡pop! más imaginado que audible, y aprovechó el primer
barrido de la semana para salir por el hueco de la ventana, a la búsqueda
del recuerdo de lo que fuera un día», es lo último que escribí en la aplicación de notas de mi
teléfono móvil con ojos legañosos bajo su supervisión–. Son inexistentes como los sueños a la luz del
alba, y aun así de una realidad cierta, poderosa, guías serenos de las palabras
tecleadas por mis torpes dedos sobre un teclado QWERTY de lo más normalucho y
un punto cochambroso.
Ian Fleming,
Orson Scott Card, Jerry Pournelle,… Ray Bradbury me contempla con sus ojos
engurruñados a través de unas gruesas gafas de pasta. Lleva en las manos un
ejemplar de su obra de referencia, Crónicas
marcianas, a la que dediqué un sincero homenaje el pasado mes de abril,
recién estrenada esta maldita pandemia de cuyo final aún no sabemos nada a
ciencia cierta. A su lado se encuentra Arturo Pérez-Reverte. El responsable del
sillón T de la Real Academia de la Lengua ve pasar la vida con una mueca
sarcástica, tan característica de quien viene de vuelta de todo, para después
intercambiar unas palabras con Julio Verne. ¡Cómo no iba a estar él ocupando un
sitio de honor en la fila de mis musas! ¿Qué hubiera sido de mí sin su Dueño del mundo? Puedo decir sin lugar a
error que sobre su obra se articula todo mi trabajo, por muy fría que le resulte
a algunos de sus personajes. ¿No es así, don Arturo?
Asimov, King y
Ende por su poderosa imaginación. Y también algunos autores nórdicos de novela
negra, como Larsson o Nesbø. Arthur Conan
Doyle y su eterno tándem formado por Sherlock Holmes y el doctor Watson, y cómo
no iban a estar cineastas de la talla de Spielberg, Burton, Raimi, Leone, Besson, Kurosawa o Cameron. Y Lucas. No puedo olvidarme de George Lucas, a quien tanto debe la
estación espacial Rebis. ¿Alguna vez verá la luz mi space opera? No lo sé.
Metal, cromo,
rayos láser, aventura épica y malos muy malvados de dificultosa respiración; planetas
imaginarios y vueltas al mundo en 79 días; androides de protocolo y
astromecánicos de lenguaje grosero; cíborg defensores de la ley con recuerdos
humanos, T-800 asesinos y aquellos otros, los llamados Nexus-6, que han visto
brillar rayos-C en la oscuridad
cerca de la Puerta de Tannhäuser. Y también zombis, y vampiros y extraterrestres
de toda índole, de piel verde o azul o anaranjada dependiendo del planeta donde
nacieran. Vivos o ya muertos siempre vivos, el trabajo imperecedero de todos ellos
ha hecho de mí al creador que soy hoy, con sus pocas virtudes y muchos
defectos. Tengo tanto que agradecerles…
Este diciembre se
cumplen siete años del inicio de la andadura de mi modesto blog de relatos, y precisamente
el día 1 me llega la noticia del colapso del radiotelescopio Arecibo, aquel por
el que fuera bautizado. Me urge la necesidad de escribir un microrrelato en su
honor, así que husmeo en la web a la búsqueda y captura de información sobre
los diversos intentos de la Humanidad por entablar contacto extraterrestre.
La investigación
parece agradar a Julio Verne, tan puntillista en todo lo relacionado con la
literatura científica, pero su aceptación vira al disgusto cuando ve cómo me
conformo con sólo un puñado de datos. «Disculpa, maestro –me dirijo a su figura
borrosa por el descontento–. Sólo busco algo de base para un relato de 900
palabras. Pero no lo defraudaré –aseguro convencido–; tengo previsto terminarlo
de forma melodramática». No lo puedo evitar. Los finales felices se me escurren
entre las manos como el agua de lluvia y mis pensamientos ya moldean el trágico
fin de un radiotelescopio imaginario emplazado en la isla de Gran Canarias, donde
llegaría la ansiada respuesta extraterrestre en el momento exacto de su
desconexión, sin técnico ni científico alguno que diera testimonio del
extraordinario acontecimiento. Para bien o para mal.
Y con una
urgencia desbocada, sin convencer del todo al viejo escritor, me pongo a aporrear
el teclado de mi ordenador.
Era una
época de ilusión. El hombre había por fin dejado su huella impresa sobre la
superficie lunar y el deseo de encontrar vida extraterrestre era cada vez más
acuciante. Las sondas espaciales Voyager
llevaban en sus tripas información sobre el planeta Tierra con la esperanza de un
encuentro con vida inteligente, y desde Arecibo se lanzó al cúmulo globular M13
un mensaje de parecida índole de 1679 bits, que tardaría unos 25 milenios en llegar.
Con tal derroche de presupuesto invertido por los más importantes organismos
del mundo, nadie podía imaginar que los instrumentos alienígenas estuvieran en
línea con un humilde radiotelescopio situado en suelo canario…
B.A.: 2020