David. Emma. Hoy es vuestro día.
Hasta esta mañana, el 20 de
septiembre no era más que un número marcado en rojo en el calendario, la meta
hacia la que apuntaban todas vuestras decisiones, esfuerzos e ilusiones, y la
satisfacción de ver cumplido tan hermoso sueño hará que desaparezcan todas las
pequeñas dudas que pudieran ensombrecer, un poquito, tanto trabajo bien hecho,
quedando en el recuerdo como meras anécdotas para contar en el futuro. ¿Qué
puedo decir de este día? Simplemente que será una locura. Las horas pasarán
veloces, solapándose los acontecimientos unos con otros. Fotos, besos,
felicitaciones,… y cuando os queráis dar cuenta, ya estaremos todos brindando a
la salud del nuevo matrimonio. Y aún así, será un loco sueño del que no querréis
despertar.
¿Y después? Seguro que os habréis
preguntado en alguna ocasión qué pasará tras el viaje de novios, cuando la vida
vuelva a la rutina del día a día. El trabajo, la casa, las compras, las
facturas. Para esa pregunta no tengo respuesta; sólo de vosotros dependerá que
no se apague la llama de la nueva aventura que hoy comienza. Pero una cosa sí
os puedo asegurar: cuando esta noche, madrugada tal vez, cerréis la puerta de
vuestro acogedor piso, notaréis que algo ha cambiado. Esas paredes que fueron
pintadas en los días más calurosos del año tras una larga obra mil veces
pensada; aquel frigorífico del que sacaréis una botella de agua con la que
refrescaros la garganta,... Ese cómodo sofá que os acunará vencidos por tan
largo día. Lo que hasta ayer no eran más que las piezas sueltas de un proyecto
común, formarán ahora vuestro hogar. Disfrutadlo.
¡¡Vivan los novios!!
* * *
Realmente
era cómodo el sofá. El hombre dejó el texto enmarcado sobre la mesa del salón,
entre álbumes abiertos de cualquier manera a los que habían dejado huérfanos de
algunas fotografías. Le dedicó una última mirada al texto impreso en letra
inglesa sobre papel marmolado, los bordes comidos de forma irregular hasta
darle la apariencia de un pergamino antiguo, para después dejarla resbalar por
algunas de las instantáneas supervivientes al expolio, deleitándose con los
generosos escotes y las marcadas curvas vestidas de fiesta de las invitadas a
la ceremonia, todo sonrisas cómplices dedicadas al objetivo del fotógrafo.
¿Dónde estarán ahora estas mujeres?, se preguntó el hombre. ¿Dónde sus sonrisas
despreocupadas? ¿Estarán guardadas en maletas llenas a toda prisas entre
montones de ropa arrugada o se descompondrán en las cunetas junto a móviles sin
batería, documentos que en su día fueron importantes y pedazos de sueños rotos?
El hombre se dirigió a la cocina, donde
reinaba el mismo caos que en el resto de la casa. Papeles, ropa y todo tipo de
objetos de uso cotidiano se hallaban esparcidos por doquier. Y también
cristales, muchos cristales, que lo mismo podrían haber sido copas que
ventanas. Era curioso la cantidad de cristal que contiene una casa... y la
alfombra que se puede tejer con ellos. Sin luz desde una semana atrás, los
alimentos guardados en el frigorífico se habían descompuesto en la hermética
oscuridad del electrodoméstico, y su fétido bostezo saludó al hombre cuando
tiró de la manilla de la puerta, provocándole una arcada. Una vez repuesto,
echó todas las cervezas que encontró en una bolsa de rafia, de las que se
adquirían en los supermercados para luchar contra el uso incontrolado de
plástico, y no pudo dejar de pensar mientras saboreaba una de las cervezas,
caliente como el meado de una burra, que no sería el cambio climático lo que en
ese momento desvelaría el sueño del joven matrimonio. Terminó su particular
compra con algunos embutidos algo secos, una tableta de chocolate venido a
menos y dos bricks de leche sin abrir, para salir de la cocina entre suspiros
de cristales.
–¡Iván! –oyó que lo llamaba el sargento
desde el exterior–. Saca tus manos del cajón de las bragas. Nos vamos en cinco
minutos.
–A la orden, señor.
El hombre volvió a posar los ojos en los
álbumes expoliados. Sin duda había sido la esposa la que había querido llevarse
en su huida un pequeño retazo de la reciente felicidad –el 20 de septiembre no
quedaba lejos en el calendario–, y deseándole lo mejor, el hombre brindó con la
lata mediada, sabedor de que la rueda de la fortuna gira de forma caprichosa.
Quién podía asegurarle que dentro de diez meses o diez años no sería él el
refugiado al que ningún país de la democrática y humanitaria Unión Europea
querría en sus tierras. Al menos, se consoló, la llamada Emma no tenía hijos
que la retrasara.
Una hucha con forma de caja fuerte llamó
su atención. «Sólo monedas de 2 euros»,
habían escrito con un indeleble alrededor de la pantalla del contador digital,
que indicaba la cantidad de «335». Si
realmente sólo habían echado monedas de 2 euros –«Cabezones», las llamaban en su pueblo–, el hombre tenía entre sus
manos una pequeña fortuna.
–¡¡IVÁN!! ¡Mueve ya tu gordo culo!
–¡Sí, señor!
El hombre dejó la hucha donde estaba. El
euro se había devaluado hasta poco más de su valor al peso desde que el
Ejército de los Colorados encendiera la mecha de la guerra civil, y sólo podría
canjear los Cabezones al otro lado de la frontera. En su lugar, cogió un volumen
recopilatorio del cómic Batman: Año Uno,
de Frank Miller, que encontró protegido del polvo en una funda plástica; en una
guerra que se preveía larga, los orígenes del Caballero Oscuro resultarían
mucho menos pesados y más satisfactorios que casi tres kilos de chatarra, y con
el cómic entre las manos salió en busca de su unidad.
Un papel cuadrado que sobresalía de
entre las páginas llamó su atención. Una ecografía. «Este es tu primer regalo por el día del padre. Felicidades, cariño»,
habían escrito en su trasera bajo un pequeño corazón. Vaya, se dijo, los
jóvenes iban a ser papás; acababan de perder su ventaja en la carrera por la
supervivencia. Lástima.
B.A.: 2.018