Llevaba
más de quince años ejerciendo la psiquiatría. En ese tiempo, el doctor Edmundo
Greyes había aprendido que nada relajaba más a sus pacientes que el encontrarse
en un entorno conocido, esperado, aunque lindara ridículamente con la
teatralidad. Así, lo primero que vio el señor Milton cuando entró en el
despacho fue un enorme diván junto al que esperaba sentado el psiquiatra con
las piernas cruzadas, sosteniendo entre sus manos una libreta y un lápiz bien
afilado. Todo muy hollywoodiense. «Cuénteme», le animó el doctor Greyes mirándolo por encima de sus gafas de
montura metálica, y Adolfo Milton, estirado cuan largo era sobre el diván, se
dejó ir, desgranando una historia de tintes pesadillescos que ya duraba un buen
cuarto de hora.