Julio César charlaba animadamente,
su galante figura coronada de laureles apoyada con despreocupación sobre
la barandilla de piedra desde la que contemplaba el lento discurrir del río a
sus pies. Refería a Cleopatra toda suerte de trivialidades que su
exquisito ingenio debía tornar fascinantes a oídos de la
joven reina, engatusando su ánimo y preparándola para la
conquista, sin ser consciente de la indiferencia cada vez más evidente de
la dueña del Nilo, hastiada de una campaña de seducción que ni le iba ni le
venía. Para colmo, la joven sentía clavadas en su cuerpo vestido de
finísimo lino las penetrantes miradas de los legionarios cercanos,
hirientes como afilados aguijones, hasta que el revuelo de gasas de un
grupo de bailarinas, rivales por alzarse con el título de ser la que menos
carne ocultaba al público presente, consiguió atraer la atención de los
rudos soldados, que entre codazos y bravuconadas dichas a media
voz siguieron la danzarina senda de aquellas ninfas descaradas. La soledad
de la pareja duró lo que el regreso del monstruo de Frankenstein con las
bebidas, para alivio de la chica y bochornoso repliegue del César. Acomodado en
el rincón que ocupaba desde el comienzo de la jornada, el conde Drácula celebró
la derrota del conquistador de las Galias con una risotada beoda, los ojos
encharcados en sangre y alcohol, francotirador impasible siempre dispuesto a
dispararle aquello de «Yo nunca bebo vino» al que tenía la mala
fortuna de ponerse a tiro.